Nada bien le cayó al presidente Andrés Manuel López Obrador que el Tribunal Electoral le diera luz verde al Instituto Nacional Electoral para concluir la investigación en contra de su hermano Pío López Obrador por presuntos delitos electorales, luego que la Fiscalía Especializada en ellos, encabezada por el viejo incondicional del presidente, José Agustín Ortiz Pinchetti, trató de ocultar con todo tipo de artimañas, negando información o entregando datos parciales. Los temas familiares de presuntos actos de corrupción siempre le erizan la piel y le provocan gran molestia.
El encubrimiento que quiso construir el Gobierno fue desmantelado por los magistrados del Tribunal Electoral, cuyo falló provocó una nueva embestida en Palacio Nacional en contra de Julio Scherer, el ex-consejero jurídico de la Presidencia, a quien acusaron una vez más sus enemigos de haber dejado suelto este tema, con lo cual, en realidad, quisieron tapar su incompetencia y evitar la reprimenda.
López Obrador se mostró sorprendido de que no hubieran podido dar carpetazo al tema de los presuntos delitos de su hermano Pío, captado en un video grabado por un colaborador de David León, en ese entonces operador del gobernador de Chiapas, Manuel Velasco, al momento de entregarle una bolsa de papel con un millón de pesos, presuntamente para financiar campañas electorales de MORENA en 2015.
El presidente encargó al secretario de Gobernación, Adán Augusto López, la encomienda de ver cómo sepultan ese caso en el INE, tras el fallo del Tribunal Electoral que revivió las imputaciones de corrupción que abundan sobre su entorno. Hay nombres de presuntos delincuentes por actos de corrupción que se han vuelto comunes en las salas de estar de los mexicanos. Hay una creciente queja sobre extorsiones de personas cercanas al Presidente o cobros de comisiones por gestoría (obras de arte a cambio de resolver trámites en la CFE), por citas (hasta de cinco millones por una entrevista con el director de Pemex), por revisión de expedientes (según el caso la pedrada, que ha llegado a ser de 20 millones de pesos), o incluso por resolver problemas con la Fiscalía General, el SAT o la Unidad de Inteligencia Financiera.
Esta es la corrupción en la autollamada 4T, el movimiento de López Obrador que a partir de la crítica y la denuncia sostenida de la putrefacción del sistema, allanó el camino para que llegara a la Presidencia. El fenómeno de la corrupción no es nuevo en el sistema político mexicano, y por décadas se han arrastrado señalamientos y acusaciones contra los Gobiernos. Cada sexenio, desde el de José López Portillo, se han ajustado cuentas con el Gobierno anterior, metiendo en la cárcel a una figura prominente del entorno de su antecesor.
Por cuanto a las impresiones del imaginario colectivo, no había existido nada similar a la presunta corrupción del Gobierno del presidente Enrique Peña Nieto, quien como consecuencia de ello recibió la peor calificación en aprobación desde los 90, en que se miden los presidentes. Sin embargo, en términos de denuncias públicas y percepciones no hubo el volumen de las registradas en estos tiempos de la 4T, que está ganándose un sitio como el Gobierno más corrupto, cuando menos en cuanto a lo que piensa la gente, del que se tiene memoria.
La semana pasada, el semanario británico The Economist difundió la encuesta anual de Latinobarómetro, la organización chilena que mide la gestión de la democracia en América Latina desde 1992, en donde un componente indivisible es la corrupción. De acuerdo con los resultados, el 51% de los mexicanos piensa que el presidente López Obrador y sus funcionarios están involucrados en actos de corrupción, en particular el Gabinete, que es el segundo grupo sobre el cual hay más sospechas de irregularidades e ilegalidad.
Seis de cada 10 mexicanos piensan mal del Presidente y del Gabinete, y creen que están involucrados en corrupción, un dato que es más sorprendente al estar colocados sólo después de la Policía, como peor vistos. La Policía, a diferencia del Gobierno, arrastra décadas de deterioro en su imagen, galvanizada por los estereotipos de programas de televisión y cine por el papel que protagonizaban los oficiales de Tránsito, a quienes, reduccionista pero no sin razón, se les conocía como “mordelones”.
Sin importar quién esté en el Gobierno, en los policías de muchas ciudades, incluida la de la capital federal —pese a que ha habido una notoria disminución de corrupción—, siguen existiendo ese tipo de actos por la exigencia de los mandos superiores a cumplir con cuotas de dinero. En el caso del Gabinete, es algo inédito, porque no se medía como grupo en ninguna categoría. Mucho menos que comenzara a figurar como un ente percibido como delincuente.
La encuesta es aplastante. En la percepción de los mexicanos, la Policía sólo es tres puntos más corrupta que el Presidente y sus funcionarios. Jueces y magistrados, a quienes durante todo el sexenio ha acusado López Obrador de corrupción, no son percibidos como corruptos; el 65% de los mexicanos no los ve metidos en actos de corrupción, como tampoco ven (60%) a los Gobiernos locales, objetos también de acusaciones presidenciales.
Las percepciones mexicanas contradicen al Presidente, que se comprometió a “barrer la corrupción de arriba para abajo”, así como debilitan sus recientes declaraciones que este fenómeno ya no existe en la parte de los niveles altos del Gobierno. Los mexicanos no le creen del todo, de acuerdo con Latinobarómetro, donde el 17% de los mexicanos dijo haber sabido de actos corruptos durante los 12 últimos meses, lo que colocó a México en el séptimo lugar de América Latina con mayor conocimiento de corrupción.
La percepción de corrupción en el Presidente empieza a registrarse en los estudios de opinión, donde hasta ahora, mayoritariamente lo separan del fenómeno. López Obrador ha logrado desvincular ese cáncer de él, pero entiende que en la medida que se denuncien actos como los de su hermano Pío, el blindaje que aún lo protege terminará por romperse.