No siempre fue asesino ni un pobre mezcalero. La culpa la tuvieron unos cuatreros que le robaron sus animales. Tomó la justicia en sus callosas manos y fue matando a los que se atrevieron a llevarse a sus vacas y toros del potrero. Lo ofendieron mientras celebraba su cumpleaños rodeado de familia y amigos.
Pudo haber comenzado de cero, ya sabía el camino, pero el deseo de justicia fue más fuerte y no descansó hasta que consumó su venganza.
Sus últimos años de vida los pasó pelando tunas y comiendo nopales, perdió el brazo izquierdo y nunca reveló el sitio donde echó las manos que les cortó a los coyotes que se llevaron su ganado.
Era el patrón en su pueblo natal. Su padre fue matancero, de él aprendió a usar los cuchillos, hachas y machetes.
Poco a poco se fue haciendo de vacas y toros. Vendía y compraba reses. En menos de una década pasó a ser el tipo con más cabezas de ganado en esas tierras, los potreros que al inicio rentaba después los compró.
Gustaba de tomar mezcal y celebrar con su gente. No faltaba a misa los domingos, aunque no estaba de acuerdo con el sexto mandamiento. Dicen que nomás iba para poder saludar de mano a las mujeres del pueblo. Era, lo que se decía, un buen partido y él lo sabía. El sacerdote lo dejaba entrar con armas al templo a cambio de sus generosas limosnas.
Se casó con una mujer de otro pueblo, la cual murió cuando dio a luz a su único hijo.
No se volvió a matrimoniar, se dedicó a consolar a viudas, solteronas, mujeres dejadas por aquéllos que se fueron al norte, y alguna que otra joven que intentó llevarlo de nuevo al altar.
En la tumba donde quedó su padre sepultó a su esposa.
Con su compadre, su viejo amigo de la infancia, llevó a bautizar al niño al templo. Después de la pila bautismal se fueron a celebrar a la cantina del pueblo y encargaron al bebé con sus amigas mezcaleras. Lo dejaron dormido en una arpilla de madera, de ésas que usan para transportar tunas y nopales.
Mientras el niño huérfano de madre crecía rodeado de mujeres que iban y venían de la casa paterna, también aumentaba la riqueza del padre, toros y más toros, más potreros en la sierra y el rancho con muchos trabajadores.
El ganadero comenzó a celebrar sus cumpleaños. Cerdos, gallinas, pollos, borregos y chivos vivían sus últimos días previo a la fiesta. Esos guateques fueron agarrando fama y cada vez eran más grandes y duraban al menos tres días esas celebraciones.
Estaban dormidos, cansados por la fiesta, cuando los despertó el galope de un caballo, un empleado llegó para avisar que se habían robado los toros del potrero donde estaban reunidos para ser llevados a la matanza.
Armados salieron a caballo, por días siguieron el rastro del ganado, el cual se perdía al llegar a las vías del ferrocarril. Nunca halló a sus toros.
Ofreció 12 centenarios de oro a la persona que le dijera quién le robó su ganado. En menos de tres días ya tenía la lista de los cuatreros. Pudo haber vendido potreros y usado sus ahorros para comprar más toros y vacas, pero decidió buscar a los ladrones y cobrarse la ofensa que le hicieron.
Uno por uno los fue cazando. Los cuerpos repletos de plomo aparecían debajo de donde los zopilotes volaban en círculo, a todos les faltaban las manos, como buen matancero sabía cómo destazar los cadáveres de aquéllos que le robaron sus toros.
Los familiares de los rateros le suplicaban que les devolviera las manos para sepultar los cuerpos completos, pero él se negó.
Dejó de ir a misa y a las cantinas, bebía mezcal en su casa junto con su gavilla de cazadores, sus cómplices, sus asesinos a sueldo.
Pronto se corrió la fama del matancero que ejecutaba y cortaba las manos de los cuatreros. La autoridad no lo molestaba. Dejaron que el hombre limpiara de coyotes la zona.
Cuando mató al último de los cuatreros que le faltaba, recibió un escopetazo en el brazo izquierdo, le quedó colgando de apenas unos jirones de carne, y luego de cortar las manos del ratero, él se amputó el brazo.
No quedaba nadie a quien matar. Sin su brazo izquierdo, cansado pero satisfecho, regresó a su rancho. Acompañado de su hijo cenó frijoles de la olla con tortillas y salsa.
Con tantas muertes encima y familias resentidas en su contra, supo que estaba de más en esas tierras. Vendió lo poco que le quedaba a su compadre y se fue de ahí.
Agarró a su muchacho, tomó un tren y se alejó de ese pueblo que llenó de cadáveres sin manos. No regresó, pero tampoco nadie lo olvidó. Dejó viudas y huérfanos en un pueblo sin cuatreros.
Las manos que cortó a los coyotes, sin que nadie se diera cuenta, las cercenó y las echó al corral de los cerdos de su compadre, los puercos se las tragaron, los cerdos que posteriormente se comió la gente del pueblo.