El cuento que levanta hoy el telón de esta columna es apócrifo, vale decir de autenticidad dudosa. Un tipo estaba follando con una mujer sobre la alfombra de la sala en presencia de su esposa y de una amiga de ésta. Le dice la señora a su estupefacta amiga: «Lo que más me molesta es que siempre tiene una explicación que se antoja lógica»… La pequeña Rosilita le preguntó a su madre: «Mami: ¿cuándo tendré edad para pintarme la cara en vez de lavármela?»… Antes de empezar la intervención quirúrgica el cirujano se dirigió al anestesista: «Sé de su gran afición por la fiesta de toros, doctor Manoletti, pero le pido por favor que cuando yo levante el bisturí para hacer la primera incisión no me diga eso de: ‘Suerte, matador'»… Acabado el erótico trance ella le dijo a él con acento dramático: «Te he entregado mi virginidad, mi doncellez, mi honor. ¿Qué puedo esperar de ti?». Aventuró él, cauteloso: «¿Un recibo?»… Celaya hermosa. En su centro está La Bola, enorme depósito elevado para agua, pero que, según les cuentan los lugareños a los forasteros, está lleno de la dulcísima cajeta que ha dado fama a la ciudad. Un cierto colega mío, sudamericano, me hizo detener el coche en que íbamos por una calle de Celaya y me pidió que le tomara una fotografía posando orgullosamente ante el cartel de un comercio llamado «El rey de las cajetas». Sucede que en su país el órgano genital femenino es llamado en forma vulgar con ese nombre: la cajeta. Tijuana, cuna de la ensalada César, aunque debo decir que la mejor que en mi vida he disfrutado es la que ofrecía don Antonio Costa en el inolvidable restorán Luisiana, en Monterrey. Ciudad Juárez, en cuyo Hotel Lucerna vi por televisión el asesinato de Colosio días después de que escribí en este mismo espacio: «O Colosio mata al PRI o el PRI mata a Colosio». Ciudad Obregón, donde mi amigo Jaime Jaime —Jaime de nombre y de apellido Jaime—, gran contador y gran cantador, me brindó con su señora esposa y sus compañeros de voz y de guitarra una noche bohemia memorable. Irapuato, uno de cuyos magníficos templos coloniales fue en día de tormenta refugio para mi cuerpo y remanso para mi alma. Ensenada, la de envidiable clima y mariscos callejeros que dejan en el paladar recordación perpetua. Uruapan. Un Domingo de Ramos compré ahí una Última Cena hecha de barro que ahora es la primera en mi colección artesanal. Bellas ciudades mexicanas son esas seis, ricas en tradiciones y en historia, habitadas por gente buena y laboriosa. Hombres malvados y un Gobierno omiso las han puesto entre las diez poblaciones más violentas del mundo. No merecen esa etiqueta, hecha de ineptitud y falta de energía ante la criminalidad, y por una corrupción que, se dice, ya no existe, pero que en los bajos niveles sigue como antes, y aun peor. De las diez ciudades con mayor tasa de violencia en los cinco continentes —seis, contando a Saltillo— la mayoría son de México. Qué pena. Díganme mis cuatro lectores con qué cara me voy a presentar ante mis amigos extranjeros. Supongo que con la única que tengo. ¡Ay mísero de mí, ay infelice!… El cuento que cierra hoy el telón de esta columna fue anatematizado de consuno por la Liga de la Decencia y la Pía Sociedad de Sociedades Pías. Las personas con repulgos de moralina harían bien en suspender aquí mismo la lectura. En la noche de bodas el novio, hombre machista y por lo tanto rudo y majadero, le preguntó con voz áspera a su desposada: ¿Sabes qué es esto?». Respondió ella, tímida: «Es la pipicita». «Nada de pipicita —la corrigió él groseramente—. Es el pene». «No —acotó la novia—. Pene el de mi primo Pitorrango. Eso es una pipicita»… FIN.
MIRADOR
Jean Cusset, ateo con excepción de la vez que enfermó de gravedad, dio un nuevo sorbo a su martini —con dos aceitunas, como siempre— y continuó:
—Algún día los clérigos deberán pedir perdón al cuerpo por la forma en que lo han tratado. En que lo han maltratado. Lo han sometido a continuos ayunos y abstinencias, a absurdas mortificaciones, a dolorosas penitencias. Y el pobre cuerpo ninguna culpa tiene de sus retorcimientos de alma, de sus laberintos de mente, de sus complicaciones de espíritu.
—El cuerpo —siguió diciendo Jean Cusset— es creación divina, y merece por tanto respeto y consideración. Es sagrado; hemos de darle el mismo valor que concedemos a nuestra parte espiritual. Cuerpo y alma no se oponen, antes bien se complementan. Lo que daña a uno daña a la otra, y viceversa. Cuidemos de nuestro cuerpo para que esté bien nuestra alma. Cuidemos de nuestra alma para que nuestro cuerpo esté bien.
Así dijo Jean Cusset. Y dio el último sorbo a su martini, con dos aceitunas, como siempre.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
«… Sorprenden a Monreal tocándole un glúteo a una mujer…».
Se defenderá, veloz,
diciendo en modo oportuno
que nomás le tocó uno
pudiendo tocarle dos.