Perdonarán mis cuatro lectores que hable de mí mismo, pero es el único tema que conozco más o menos bien. Por parte de la familia de mi madre soy indigenista, juarista y maderista. Por el lado de mi papá soy hispanista, conservador y porfirista. Conviven en mí, entonces, los dos extremos opuestos y contrarios que nos han dividido a los mexicanos en dos bandos —bandas algunas veces— por causa de una Historia oficial mentirosa y maniquea que hizo del relato histórico una simplista sucesión de héroes y villanos. En los últimos tiempos esa polarización de “católicos de Pedro El Ermitaño y jacobinos de época terciaria” se había diluido, pues ya la Historia Patria no interesaba a nadie, y ni siquiera se estudiaba en las escuelas, donde se daba importancia, sí, a la regla de tres simple y al interés compuesto. Yo estudié con terror tales naderías numéricas que para nada me han servido y que una calculadora de un dólar puede ahora resolver, en tanto que ningún artilugio semejante es capaz de escribir un bello soneto, componer una hermosa canción o dilucidar una cuestión histórica, filosófica o jurídica. Pero advierto que estoy divagando. En eso, en divagar, se me han ido los años de la vida. Voy a mi asunto. Hace tiempo leí con deleite las memorias de don Federico Gamboa. De ellas dijo José Emilio Pacheco que son “un incomparable autorretrato de la mentalidad porfiriana”. Recuerdo uno de los recuerdos del autor de “Santa”. En 1905 murió en Washington don Manuel de Aspíroz, embajador de México en Estados Unidos. El Gobierno de don Porfirio Díaz —”pese al jacobinismo oficial que nos aflige”, acotó don Federico— autorizó exequias religiosas para el fallecido, las cuales se llevaron a cabo en la Iglesia de San Mateo. Ahí la banda de música del Cuerpo de Ingenieros del Ejército norteamericano interpretó el himno “Nearer my God to Thee”, pieza que, según leyenda posterior, tocó en la cubierta del “Titanic” la orquesta del navío mientras se hundía el buque. Cuando el cadáver del señor Aspíroz fue llevado a México el presidente de Estados Unidos, Theodore Roosevelt, ordenó que un sacerdote católico acompañara a su familia en el viaje. Y comenta don Federico Gamboa: “En los Estados Unidos confesar y adorar a Dios no es mal visto. Lo mal visto es lo contrario”. Durante muchos años prevaleció entre nosotros ese “jacobinismo oficial” al que alude el escritor. El presidente López Obrador lo ha hecho a un lado, y con frecuencia usa expresiones religiosas, como ahora que dio a conocer la extensa lista de sus posibles sucesores y dijo que durará en su cargo “lo que permita la naturaleza y el Creador”. Mi parte de conservador aplaude esa mención; mi lado de liberal frunce un poco el ceño. Un poco nada más. Alejado de ambos extremos me limito a mencionar que no recuerdo otro sexenio a cuya mitad haya empezado a hablarse de la sucesión del mandatario en turno. En el presente caso son de preverse las grillas y patadas por abajo de la mesa a que esa inesperada mención dará lugar. En otro tiempo, el que se movía no salía en la foto. Ahora el propio Presidente pone a sus allegados a que se muevan desde tres años antes de que el sexenio acabe (esperemos). Una ocurrencia más. Una imprudencia más… El joven Leovigildo casó con la ingenua Dulciflor. La noche de las bodas se llevó a cabo la consumación del matrimonio. Al término del trance el novio quedó poseído por el dulce sopor que sigue al amoroso acto, y se dispuso a conciliar el sueño. Le preguntó a su flamante mujercita: “Y tú, mi cielo, ¿no vas a dormir?”. “No —respondió Dulciflor—. Mi mamá me dijo que esta noche tendría yo una experiencia maravillosa, y no me la quiero perder”… FIN.
MIRADOR
Por acuerdo de Diosito, que cumplieron San Pedro, la Virgen de la Cueva y San Isidro Labrador, ayer llovieron en mi solar nativo todas las lluvias que no habían llovido. Como dijo cierto meteorólogo: “Ayer cayó la lluvia que desde hace tres meses venía yo pronosticando”.
Los fundadores de Saltillo tuvieron el buen tino de recostar a la ciudad en el declive suave de una loma. Así no sufrimos las inundaciones que periódicamente convierten en océano algunas poblaciones. Sólo cuando la necedad humana pone estorbo a las corrientes que bajan de la altura se producen en mi ciudad esas acuáticas calamidades. “El agua tiene memoria, licenciado —me dice don Abundio—. Por donde una vez pasó, otra volverá a pasar”.
Pasó el agua por el frente de mi casa y volví a ser el niño que echaba en la corriente barquitos de papel, y navegaba en ellos hasta China o más allá.
La lluvia es la misma lluvia que entonces vi caer.
Todo se va, y regresa todo.
El agua tiene memoria. El corazón también.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
“…López Obrador no mencionó a
Monreal entre sus posibles sucesores…”
Una omisión tan a secas
no se puede permitir.
AMLO no volverá a oír
la Marcha de Zacatecas.