Dulcilí, joven soltera, les informó a sus padres que se hallaba en estado de buena esperanza, vale decir embarazada. La mamá, señora de las de antes, reaccionó profiriendo una jaculatoria tradicional: “¡Mano Poderosa!”. Aclaró tímidamente la muchacha: “No fue con la mano”… He cuidado siempre con esmero las dedicatorias de mis libros. El primero que escribí lo dediqué “A mis padres, naturalmente”. El segundo, una recopilación de artículos políticos, decía en su dedicatoria: “Si este libro no tratara de política se lo dedicaría a mi esposa”. Mi biografía de “Antonio López de Santa Anna, ese espléndido bribón” tiene al principio una nota explicativa: “Como este libro trata de Santa Anna no se lo puedo dedicar a nadie”. La dedicatoria que más me gusta, sin embargo, es ésta que aparece en el pórtico de uno de mis más recientes libros: “A Saltillo, mi ciudad, donde mis ojos se abrieron a la luz. Al Ateneo Fuente, mi escuela, donde la luz se abrió a mis ojos”. En efecto, Saltillo y el Ateneo glorioso han sido parte esencial de mi vida, y explican en buena parte lo que soy. No pasa día sin que en una u otra forma le vuelva a declarar mi permanente amor a mi ciudad. Invento acerca de ella relatos hiperbólicos, como aquél en que digo que un día llegué al Cielo y vi a un grupo de mujeres y hombres que habían merecido la bienaventuranza eterna y que sin embargo estaban atados con fuertes cuerdas a los muros de la morada celestial. Me asombró aquello, y le pregunté a San Pedro: “¿Por qué, si están en el Cielo, se les amarra así?”. Me explicó el apóstol de las llaves: “Es que son de Saltillo, y si los soltamos se nos devuelven para allá”. Y ¿qué decir del Ateneo? Fui primero alumno del glorioso plantel, después profesé cátedra en sus aulas y finalmente, honor entre los más grandes que en mi vida he recibido, fui su director durante ocho años. Al principio de cada ciclo escolar regreso a mi colegio a dar la bienvenida a la nueva generación de bachilleres. El sábado pasado, en su majestuoso paraninfo, recibí de los maestros y alumnos ateneístas una placa cuyo texto dice: “El Ateneo Fuente de la Universidad Autónoma de Coahuila otorga este reconocimiento al maestro Armando Fuentes Aguirre, ‘Catón’, Director Decano de nuestra Institución, por su valioso aporte en la formación de hombres y mujeres de bien y por ser el encargado de dar todos los años la bienvenida a las nuevas generaciones de estudiantes, sembrando en cada uno de ellos la semilla de nuestra identidad y diciéndoles siempre la frase que para ellos escribió: ‘No hay ex-ateneístas. Quien una vez estuvo en el Ateneo ya es ateneísta para siempre’”. Y firma la placa el maestro Marco Antonio Contreras Becerra, excelente y muy querido director actual de la institución. Por este medio le doy las gracias a él, al ingeniero Miguel Ángel Rodríguez Calderón, gran ateneísta y gran universitario, a los maestros, alumnos y trabajadores del colegio, por este honor tan grande que me hicieron. En la ceremonia estuvo presente —y se portó muy bien— la mascota deportiva del Ateneo, un hermoso perro danés. Esta placa, y la emoción de recibirla, me recordarán que “Danés, danés, danés siempre yo seré”… El hijo mayor de Avaricio Cenaoscuras, el hombre más agarrado y ruin de la comarca, heredó la cicatería de su padre. Fue a cenar en restorán con una linda chica. Al terminar el condumio le dijo: “Loretela: tú te has hecho cargo de la cuenta de los restoranes desde el día en que nos conocimos. Calculo que más de 30 cuentas has pagado. Esta vez será distinta. Echaremos un volado a ver quién paga”… FIN.
MIRADOR
¿De qué color tienes los ojos, lector que ahora me lees, o lectora?
¿Azules? ¿Negros? ¿Grises? ¿Cafés acaso, como los que cantó primero en Monterrey y luego en México y el mundo el doctor Carlos González, autor de esa bellísima canción que se llama “Ojos cafés”?
Si por estos días fueras al rancho del Potrero regresarías a la ciudad con los ojos pintados de verde.
Y es que tras largos meses de sequía llegó la lluvia del Señor. La tierra, que a diferencia de nosotros es agradecida, correspondió al regalo cubriéndose de hierba. Ahora hay verde en el prado; verdor en la montaña; en la labor verdura, verdinegro en los altos pinos y en los nogales de la huerta. Si el cielo no se pintó también de verde es porque ya está muy acostumbrado a ser azul.
Yo me miro las manos y las veo verdes. De ese color seguramente se me ha pintado el corazón. Solía decir Van Gogh que el amarillo es el color de Dios. Eso en el lienzo. En el paisaje campirano el color de Dios es este verde que con la lluvia ha reverdecido.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
“…En Tokio pondrán para los
atletas camas ‘antisexo’ de cartón…”
Inútil será tal celo
que de nada servirá,
pues más de uno piensa ya:
“¿Y luego pa’ qué está el suelo?”.