Heredero del romance castellano es el corrido de México. Ambos se hacen con versos de ocho sílabas. Métrica biológica, diría yo, la más natural de todas, pues ésa es la cantidad de sílabas que se pueden pronunciar en una sola expiración de aire. Incontables son los corridos mexicanos. A los muy numerosos que recogió don Vicente T. Mendoza, ilustre folclorista, podrían añadirse muchos más, pues se han seguido haciendo en nuestro tiempo. En Tamaulipas un comandante policíaco abatió a balazos a un capo del narcotráfico. Cuando se acercó al caído para darle el tiro de gracia el delincuente le pidió en tono de súplica: “Jefe: nomás le encargo que me hagan mi corrido”. Hasta hace poco tiempo, no sé si aún ahora, había en ese Estado “corrideros”, compositores especializados en hacer corridos por encargo a cambio de un pago sustancioso. Hace años a uno de esos corrideros se le presentó un sujeto y le pidió que le hiciera su corrido. Le dijo el compositor: “¿Sabe usted lo que cobro?”. “Sí, maestro —replicó el solicitante—. Y si quiere le pago sus honorarios ahora mismo”. El corridero sacó entonces de un cajón de su escritorio una especie de machote o formulario. Le preguntó al cliente su nombre. “Fulano de Tal”. Lo anotó. “¿Es usted narco?”. “No”. Tachó el maestro ese giro. “¿Contrabandista?”. “No”. Puso otra tacha en esa actividad. “¿Pertenece a la Policía Judicial, o practica alguna otra forma de delincuencia?”. “Tampoco”. Nueva tacha. “¿Ha matado a alguien?”. “¡Ni lo permita Dios!”. El compositor se inquietó. “Entonces ¿a qué se dedica usted?”. Respondió el otro: “Soy comerciante. Tengo una camisería en Reynosa”. Al oír eso el corridero rompió el papel con las anotaciones y lo echó al bote de la basura. “No, amigo —le dijo con desdén al individuo—. Qué corrido ni qué corrido. ¡Usté no da ni pa’ una pinche cumbia!”. Yo sé muchos corridos. Los he cantado ante la fogata en campamentos de montaña, o en las noches del Potrero, hechas más noches con el mezcal de la Laguna de Sánchez. Ninguno de los corridos que conozco, sin embargo, es tan original, tan diferente a todos, como el corrido del General Quevedo, de Chihuahua. Lo oí por primera vez en “La Calesa”, el restaurante de mayor tradición en la capital chihuahuense, inolvidable para mí por la amistad con que me honró don Rosalío, señorial señor de aquella noble casa cuyos merengues Diosito se habría llevado con él para ofrecerlos como espléndido postre en los banquetes celestiales. Trataré de recordar los versos de aquel original corrido, seguramente hecho cuando se formó aquella “familia revolucionaria” que durante tantos años —siete décadas— tuvo en sus ávidas manos al país: “Ahora que ya llegó febrero / ganas tenía de verte, mi General Quevedo. / Tú me enseñaste a robarme los elotes, / quitarles las hojas, echarlos al bote. / Tú me enseñaste a robarme las gallinas, / quitarles las plumas, hacerlas cecina. / Tú me enseñaste a robarme los cochinos, / quitarles el pelo, hacerlos tocinos. / Tú me enseñaste a robarme las vacas, / quitarle el fierro, venderlas baratas. / Ahora que ya llegó febrero, / ganas tenía de verte, mi General Quevedo. / Tú me enseñaste a robarme lo robado, / y ahora resulta que soy diputado”. Me alegró que una mujer haya sido electa por los chihuahuenses como su próxima gobernadora. Me atrevo, sin embargo, a expresar un deseo: que nadie quite recursos ni importancia a la riquísima cultura oficial y popular de Chihuahua, sino antes bien que todos unidos, gobernantes, artistas, intelectuales y académicos se unan, por encima de cualquier “reingeniería”, para apoyar y engrandecer la tradición cultural chihuahuense, orgullo del Estado y de México… FIN.
MIRADOR
El rey Artús ofreció la mano de su hermosa hija Guinivére a quien librara al reino del terrible dragón que lo asolaba.
Ningún caballero se atrevió a luchar contra el monstruo. Sus escamas eran de hierro; con una bocanada de fuego salida de sus fauces reducía a cenizas a sus enemigos.
Sir Galahad acudió al llamado y desafió al dragón. El caballero invocó a San Jorge al entrar en la liza. El santo protector lo ayudó en el combate. Hizo que las escamas férreas del endriago se volvieran como vellón de oveja, y que en lugar de lumbre salieran de sus fauces confeti y serpentinas.
Así pudo sir Galahad dar muerte al monstruo. Le clavó en el corazón su lanza, y el maligno ser exhaló el último suspiro, hecho también de papelitos de colores.
El rey Artús, entonces, casó a su hija con sir Galahad.
—Qué lástima —les dijo, triste, Guinivére a sus amigas el día de la boda—. Yo estaba enamorada del dragón.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
“…Prepara AMLO su sucesión…”
Una versión singular
afirma de vez en cuando
que ya la está cocinando
dentro de su propio hogar.