Estoy en contra del aborto. Pienso que la vida empieza en el momento mismo de la concepción, y que a partir de ese prodigioso instante existe un nuevo ser humano. No hay argumentación posible que niegue esa verdad científica, ni elucubraciones para aducir que no se puede hablar de un nuevo ser sino hasta tal o cual día o semana. Una vez que el óvulo es fecundado por el espermatozoide da principio una nueva vida. La llamada “interrupción del embarazo” constituye la supresión de esa vida, de ese ser con todas sus infinitas posibilidades y potencias. Creo en el derecho de la mujer a disponer de su propio cuerpo, pero no de un cuerpo que no es el suyo, sino de otra persona. El aborto significa la muerte de esa criatura. El aborto, para decirlo sin rodeos, es un homicidio. No se puede tapar el sol con un dedo. Decir esto no es prédica moral: es razonamiento jurídico. Por eso estoy absolutamente en contra del aborto. Ahora bien: con la misma fuerza de convicción estoy igualmente en contra de que la mujer que aborta sea objeto de sanción penal. En cada caso de aborto confluyen múltiples elementos personales y sociales de todo orden, factores en extremo complejos que necesariamente llevan a procurar una circunstancia eximente de responsabilidad en favor de la mujer que aborta. Quienes participan en un aborto podrán ser juzgados moralmente, pero no legalmente. Su acción constituye un pecado en términos de religión, pero que no se ha de perseguir en términos de legalidad. A eso han de añadirse las realidades de un país como México, donde el peso de la ley cae mayormente sobre las mujeres que sufren pobreza, y por lo mismo ignorancia e indefensión. Mi madre tuvo una trabajadora doméstica cuya hija se practicó a sí misma un aborto. Fue seducida por un hombre que casi le triplicaba la edad y que la embarazó. Temerosa de la reacción de sus padres la jovencita trató de expulsar el feto clavándole el alambre de un gancho de ropa. Murió a consecuencia de eso. Tenía 14 años. Si hubiera vivido habría ido a la cárcel. Aplaudo entonces la decisión de la Suprema Corte de despenalizar el aborto. Eso debe permitir que haya clínicas donde la mujer, según su conciencia, pueda abortar en condiciones sanitarias, ya no en sitios clandestinos donde su vida peligra. En este caso, como en muchos, eso equivale a optar por el mal menor. El aborto será siempre un pecado, pero ya no un delito que privará de su libertad a la mujer por varios años después de la pena que trae consigo el acto de abortar. Vuelvo a decirlo: estoy en contra del aborto, pero alabo a los ministros de la Corte por haberlo despenalizado. Con esto no se está favoreciendo la comisión de un delito. Se exime de castigo corporal a la mujer que aborta y se le protege de todos los riesgos que trae consigo abortar en el clandestinaje. A esa plausible disposición del máximo órgano de justicia han de añadirse campañas de educación sexual y el establecimiento de clínicas donde la mujer que lo decida conforme a su conciencia pueda abortar en forma segura y accesible. Otro punto importante: no se deberá obligar a tomar parte en prácticas abortivas, ni siquiera en las instituciones públicas de Salud, a médicos y enfermeras que por razones religiosas o morales se nieguen a participar en un aborto. Espero haberme expresado con claridad. Sé que por mis opiniones recibiré numerosos mensajes de condena, pero escribí esto en los términos que mi conciencia me dictó. Vaya nuevamente mi reconocimiento a los ministros de la Suprema Corte por la que considero una decisión no sólo acertada, sino también valerosa. FIN.
MIRADOR
Planté el membrillar hace muchos años. Lo puse en torno del estanque grande y a lo largo de la acequia, porque sé que el arbusto de membrillo pide mucha agua, como en el rancho dicen.
Las varitas las traje de la villa de General Cepeda, donde mi madre pasó su niñez y juventud. Ahora que veo los membrillos la recuerdo.
El membrillo es fruto agridulce, lo mismo que la vida. Quizás así lo ven en el Potrero, porque acompañan con él la copa de mezcal. Trago de alcohol y mordida al amarillo fruto.
Mi señora y las buenas mujeres que la ayudan le quitan la cáscara a los membrillos y los ponen a cocer. Después azucaran la pulpa, la ponen al fuego en un cazo de cobre y menee y menee la convierten en la riquísima cajeta —así llamamos por acá a lo que en otras partes nombran ate— que nos endulzará el paladar durante todo el año.
Ahora estoy viendo el membrillar. Sus ramas parecen llenas de monedas de oro. Miro los membrillos y me acuerdo de mi madre. Quizás alguien los mirará después y se acordará de mí.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
“…López-Gatell es presidenciable…”
No sé lo que pienses tú
—cállatelo, hazme el favor—,
pero si sale el señor
yo me voy a Timbuctú.