Yo soy un optimista. Lo he sido siempre, aunque eso me haya valido ser llamado ingenuo, cándido, y otros peores adjetivos. La Historia, maestra de la vida, me ha enseñado la lección del optimismo. Si después de Julio César, Napoleón, Hitler, Franco, Mussolini, Stalin, Sadam Hussein, Bin Laden y otros personajes de la misma calaña hay mundo todavía; si hemos logrado superar las amenazas nucleares y resistir el terrorismo, eso quiere decir que hay vida para rato. Creo en el Gran Relojero. Me parece inobjetable la tesis del maestro Pangloss, invento de Voltaire: todas las cosas suceden para bien; todo lo que en el mundo pasa lo acerca a la perfección. Esa misma teoría, aunque con otras palabras, la desarrolló Teilhard de Chardin. Y nadie puede tomar a la ligera a este señor: era jesuita. Conozco muchos optimistas, hombres con una visión positiva de las cosas y con bastante dosis de eso que llaman “autoestima”. Tuve un amigo que gustaba de practicar el llamado “cachuchazo”. Quizá mis cuatro lectores no están familiarizados con ese término vulgar, ya poco usado. El “cachuchazo” consistía en disfrutar los servicios de una musa de la noche sin pagarle el arancel correspondiente. Cierta noche mi amigo se refociló cumplidamente con una de esas damas en la habitación número 210 del popular Motel Kamawa. Cuando acabó el trance mi amigo encendió un cigarro. Esa costumbre, la de fumar después de la relación carnal, todavía es practicada. Las tres mejores cosas de la vida, siguen diciendo algunos, son una copita antes y un cigarrito después. El hecho de fumar luego del amor encierra un simbolismo: todo placer acaba en humo. Pero sigo con el relato. Le preguntó la mujer a mi amigo: “¿Y el dinero?”. Ya dije que ese tal amigo mío era un sujeto lleno de autoestima. Con gesto displicente le contestó a la sexoservidora sin siquiera mirarla: “Ahí déjamelo, sobre el buró”. Los optimistas miran siempre el lado bueno de las cosas. Un amable señor me contó en Guadalajara el caso de un conocido suyo, feliz mortal que sabía encontrar una ventaja hasta en la más desastrada situación. Tenía ese tal amigo un compañero que cantaba como sólo él sabía hacerlo. Animado por su familia y conocidos fue a la Ciudad de México, y armado de la carta de recomendación que le dio un afamado compositor tapatío se presentó en una casa disquera. El gerente le dijo que lo enviaría con los dos directores artísticos de la compañía. Ellos determinarían si lo lanzaban al estrellato o no. Con los dos habló el guapo cantor, y ambos se mostraron dispuestos a lanzarlo. Pero uno le pidió dinero y el otro le solicitó lo que púdicamente llamaremos “el honor”, aunque ciertamente lo que le pidió es el peor lugar para llevar tan noble presea. Asustado y confundido, el aspirante a artista regresó apresuradamente a su hotel y llamó por teléfono al amigo, que en Guadalajara esperaba sus noticias. Ese amigo, lo dije ya, sabía encontrar el lado bueno de las cosas, aun en el trance más desesperado. “¿Cómo te fue?” —le preguntó al cantante. “No pudo haberme ido peor —respondió éste, mohíno—. Dos directores artísticos están dispuestos a lanzarme al estrellato, pero uno me pide dinero, y el otro me pide sexo”. “¡Pos qué más quieres, pendejo! —le contestó entusiasmadamente el optimista—. ¡Te están dando a escoger!”. A los de la cúpula priísta la 4T les están dando veladamente —o no tan veladamente— a escoger entre apoyar la contrarreforma urdida por López Obrador y Bartlett o hurgar en sus pasados no muy claros. Qué más quieren. Les están dando a escoger entre salvar su personal pellejo o hundir en el atraso a este país… FIN.
MIRADOR
Esta muchacha nunca se casó.
Vivió en el tiempo en que todas las muchachas se casaban, o al menos hacían todo lo posible sin casarse. Eran otros tiempos aquéllos, muy diferentes de éstos.
¿Por qué no se casó nunca esa muchacha? Porque dedicó su vida a cuidar a su padre, viudo e inválido, paralítico reducido a una silla de ruedas. Le daba de comer en la boca. Lo bañaba y vestía. Le leía el periódico. Le daba puntualmente los medicamentos que de nada le servían.
Al paso de los años el señor empezó a sufrir Alzheimer, que en aquella época no se llamaba de ese modo sino “demencia senil”. No la reconocía. La llamaba con el nombre de su madre o de su esposa. Otras veces la consideraba carcelera que lo tenía sin motivo en una sórdida prisión. Entonces la maldecía y trataba de golpearla.
Por fin el hombre falleció. Ella lloró su muerte, y sentía remordimiento por pensar que ahora estaba libre de la carga que toda su vida había llevado y que le había impedido vivir su propia vida.
Ahora aquella muchacha es una anciana que pronto morirá. Cuando muera se irá al Cielo. Si no va allá es porque no hay Cielo. Es porque no hay Dios.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
“… Habrá apagones…”
Si no hay electricidad,
por natural consecuencia
—nos lo dice la experiencia—
habrá más natalidad.