Doña Macalota recelaba de la conducta de su esposo, don Chinguetas. Sus sospechas tenían fundamento: cada noche el casquivano señor regresaba a su domicilio oliendo a jabón chiquito, que es el usado en los moteles de paso. Una noche lo siguió hasta la taberna donde bebía con sus amigos. Quería hacerlo caer en una trampa. Dentro de su automóvil la señora se disfrazó de sexoservidora. Vistió blusa con escote que llegaba casi al suelo; falda breve y ajustada; medias de malla; zapatos de tacón aguja y una boa de plumas color fiucha. Se caló una peluca rubia y tomó una bolsa bordada con chaquira y lentejuela. Cuando su esposo salió de la cantina haciendo más eses que las que tiene el ISSSTE, doña Macalota se le acercó, insinuante, y le propuso con melosa voz: “¿Te gustaría pasar conmigo un agradable rato, guapo?”. “¡Ni de broma! —respondió al punto don Chinguetas—. No sé por qué, pero me recuerdas a mi mujer”… Los consejos que se piden los da Dios; los que se dan sin ser pedidos los da el diablo. Ningún consejo me ha pedido Ricardo Anaya, pero aun así me atrevo a aconsejarle que por ningún motivo venga acá. Quédese en Nueva York, en su pequeño departamento cuya ventana ve a un muro de ladrillos como los que O. Henry describía en sus maravillosos cuentos. Hasta a Borges le gustaban, a él, que pocos escritores le agradaban. (De Nicanor Parra dijo alguna vez: “¿Cómo puede ser poeta alguien que se llama Nicanor?”). No pise Anaya tierra de su patria, porque hoy por hoy México no es un país de leyes, sino de venganzas. López Obrador le pide que dé la cara, pero hacerlo equivaldría a caer en sus manos. Más de una vez ha dicho el jefe máximo: “El que nada debe nada teme”. Sus palabras son aviesas. Aquéllos a quienes malquiere el tabasqueño han de temerlo todo aunque no deban nada. Recuerdo las fábulas de Iriarte y Samaniego. Sencillos, y aun a veces simplones, aquellos cuentecillos en verso enseñaban cosas útiles para la vida. Muy aplicable a la situación de Anaya y a la demanda de AMLO es esta fábula de don Félix María que intentaré traer a la memoria: “Bebiendo un perro en el Nilo / al mismo tiempo corría. / ‘Bebe quieto’, le decía / un taimado cocodrilo. / Díjole el perro, prudente: / ‘Dañoso es comer y andar, / pero ¿es más sano esperar / a que me claves el diente?’. ¡Oh qué docto perro viejo! / Yo venero tu sentir / en eso de no seguir / del enemigo el consejo”. Acusado por un delincuente, vanas y endebles las acusaciones, el ex-candidato presidencial panista debe sustraerse no a la acción de la justicia, que en su caso no se ve ni se verá, sino de la asechanza de quien ve en él a un peligroso opositor. ¿Cuántos opositores están en las cárceles de Venezuela, de Nicaragua y Cuba? No propicie Anaya que AMLO ponga a México en esa vergonzosa lista… El audaz explorador extravió el rumbo en el desierto. El agua se le acabó; moría de sed. Bajo el candente sol se arrastraba por la arena diciendo una y otra vez: “¡Perrier! ¡Perrier!”. Y es que era explorador fifí, por eso no decía simplemente: “¡Agua! ¡Agua!”. En eso se apareció un beduino que le ofreció: “Vendo corbatas”. “¡No quiero corbatas! —gimió el explorador—. ¡Quiero agua!”. Replico el beduino: “Tengo agua en mi carpa. Pero no se puede entrar sin corbata”… Lord Feebledick descubrió que su mayordomo James estaba sustrayendo una botella de whisky por semana de la cámara donde se guardaban los licores. Le hizo saber que conocía sus robos. “¡Milord! —se ofendió el tal James—. ¡Provengo de honradas familias inglesas!”. “Podrá ser —admitió lord Feebledick—. Lo que me preocupa es su extracción escocesa”… FIN.
MIRADOR
Hay dos clases de ricos: los que tienen mucho dinero y los que tienen pocas necesidades qué satisfacer.
El dinero es necesario, ciertamente. Humanos somos; debemos comer, vestirnos y guarecernos bajo un techo. Resulta entonces que lo del César es tan indispensable como lo de Dios. Y aún más, diría un cínico. Esa misma idea la expresaba un realista dicho popular: “Primero comer que ser cristianos”.
Como sirviente el dinero es muy bueno; como amo es pésimo. Quien se deja poseer por el apetito del dinero jamás tendrá lo suficiente. Siempre querrá más. Los romanos, sabios y prácticos, decían que el dinero es un bien fungible, como la leña, que si no la quemamos no sirve para nada. Las monedas son redondas; debemos entonces echarlas a rodar, guardando únicamente lo necesario para un caso de necesidad. A eso se le llama ahorro. Pero ahorrar dinero no significa apegarse a él.
Del dinero sólo habla mal quien no lo tiene. Dice don Abundio que el dinero es como el fertilizante que usamos para abonar la tierra: para que sirva hay que dispersarlo.
¡Hasta mañana!
MANGANITAS
“… Sigue aumentando la inflación…”.
Lo que pasa no es risible,
y causa preocupación,
pues eso de la inflación
es un impuesto invisible.