Pocos remordimientos carga en sí este amigo mío; muy pocos. Quizá por eso tiene sueño tranquilo y espíritu ligero. Desde luego es culpable de bastantes culpas, las más de ellas de amor, que por tanto no son tan culpables, pero en lo general puede decir que ha caminado por la vida procurando no hacer daño a su prójimo, a menos —no es San Francisco de Asís— que previamente ese prójimo le haya hecho daño a él. Entonces se le sube el poso negro que subyace en la naturaleza humana, al mismo tiempo sublime y deleznable, si me es permitida esa declamatoria frase, y se las arregla para cobrarse el agravio, si le es posible con intereses. Obviamente no llega al feroz extremo del volcánico Díaz Mirón, quien decía: “Al que me insulta le pego, y al que me pega lo mato”, pero si se topa con algún pérfido, abierto o solapado, recita en su interior una útil prez: “Santo Señor San Alejo: / te pido con devoción / que me quites lo pendejo / y me aumentes lo cabrón”. Digo lo anterior porque ayer lunes mi amigo amaneció con un remordimiento. No era un gran remordimiento, sino uno módico, modesto, tanto que más que sentimiento de culpa era como una leve comezón del alma. Algunos se reirán de él por decir esto. Sucede que se pasó todo el domingo, desde las 2 de la tarde hasta entrada la noche, viendo en la televisión los partidos de futbol americano de los cuales saldrían los equipos que próximamente disputarán el Super Bowl. Pensó apenado: “Carajo, mientras algunos leen ahora el ‘Ulises’ de Joyce o los últimos cuentos de Alice Munro; mientras otros están orando en su iglesia o en su casa y otros más planean en una hoja de papel cuadriculado sus actividades de la próxima semana, yo estoy apoltronado en mi sillón, como Homero Simpson, con una lata de cerveza en una mano y una bolsa de papas fritas en la otra, viendo cómo dos bandas de fortachones se disputan una pelota en la forma aproximada de un huevo de gallina. ¿Qué clase de hombre soy que así malgasto las horas de mi vida, siendo que cada una puede ser la última, como dice la carátula de un reloj de iglesia medieval: Ultima forsam, la última quizá? Tengo un ángel de la guarda que me ha salvado de múltiples peligros. Recuerdo la vez que en una cantina de barriada le dije a un sujeto que llevaba pistola a la cintura, pues era guarura de un político, que cantaba muy mal, y que mejor haría en callarse y dejarnos platicar a gusto. Ya iba el matón a sacar la fusca —así se dice por decir pistola—, pero el citado ángel de la guarda, esta vez con disfraz de cantinero, le detuvo la mano y le dijo: ‘No le haga caso, señor; anda pe…’. Con esa verdad apagó las iras del sicario, y aquí sigo. Pues bien: así como tengo un ángel guardián, llevo también sobre mi hombro un ángel confortador que disipa mis sentimientos de culpa y pone en fuga mis remordimientos. Esta vez me dijo: ‘Cabrón (hay confianza entre nosotros), vas a cumplir ya 70 años de trabajar. Empezaste a los 14. ¿Qué no te habrás ganado el derecho a ver un par de juegos de americano, tomarte una cerveza y comerte algunas papas fritas?’. Y añadió: ‘No mames’. (Ya dije que entre nosotros hay confianza). Soy fácil de convencer. Si hubiera nacido mujer estaría cargada de hijos. Me arrellané en mi sillón y disfruté cumplidamente los partidos, estupendos ambos. Lo mismo haré el próximo 13 de este mes, si el Supremo Réferi no me da antes el silbatazo final. Veré el Super Bowl, cerveza y papas fritas en las manos. Tengo derecho a eso, qué chingaos”. Así dijo este amigo mío. Perdón por el “chingaos”, pero también conmigo tiene confianza… FIN.
MIRADOR
En el rancho del Potrero es muy mal visto el hombre que hace tareas de mujer, como levantar los platos de la mesa y —peor aún— lavarlos. Por eso los señores esperamos a que nuestras esposas hagan el trabajo mientras nosotros bebemos nuestra copa de mezcal. No tardará en llegar aquí el feminismo, y entonces esa costumbre patriarcal desaparecerá.
Luego, en la sobremesa, doña Rosa cuenta una de las aventuras de su casquivano consorte, don Abundio.
—Estaba en la casa de una mujer casada cuando llegó el marido. Abundio apenas tuvo tiempo de agarrar su ropa, y así, en cueros y descalzo, saltó la barda del corral. Cayó en el de la otra casa, y resultó que la familia tenía ahí una carne asada con sus amigos y parientes. Para salir, Abundio tuvo que pasar entre ellos. Se tapaba lo de adelante con el liacho de ropa, pero llevaba al aire lo de atrás. Iba diciendo muy atento:
—Con permisito, con permisito.
Reímos todos, y el viejón se atufa. Dice:
—Vieja habladora.
Doña Rosa figura con índice y pulgar una cruz, se la lleva a los labios y jura:
—Por ésta.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
“…Subirá la temperatura…”
El público, agradecido,
recibe la novedad.
Sólo el clima, la verdad,
aún no había subido.