“¡Mueran los gachupines!”. Ese estentóreo y destemplado grito lanzó aquel ebrio en una cantina de la Ciudad de México. Acudió el tabernero y le llamó la atención: “¿A qué ese grito contra los españoles?”. Explicó el temulento: “Es que le quemaron los pies a Cuauhtémoc”. Adujo el otro: “Pero eso sucedió hace cinco siglos”. “Es lo que me dicen —admitió el beodo—. Pero yo me acabo de enterar”. Tal se diría que López Obrador conoció también en fechas muy recientes los hechos de la Conquista, pues igual inquina que la del azumbrado muestra contra España, que es no sólo la mitad de nuestra raíz, sino también nuestro segundo socio comercial. Tengo un amigo español por quien siento particular afecto, pues a más de ser español es madrileño, y a mí Madrid me trae recuerdos de los que se guardan mientras uno se puede guardar. Tras de que AMLO propuso hacer “una pausa” en nuestras relaciones con la que yo llamo y siempre llamaré la Madre Patria, mi amigo me envió un mensaje en el cual me dice nada más y nada menos que los mexicanos tenemos como Presidente a un gilipollas. Un gilipollas es en España una persona necia, tonta. No transcribo ad pedem litterae la definición que la Academia da del término, pues en su brevedad es demasiado expresiva y sonorosa. Desde luego protesté oficiosamente, nacionalistamente y obligadamente por el calificativo pero… cómo diré, cómo diré, cómo diré. Esta última reiteración la saqué de un sucedido en cierta ciudad del noroeste mexicano. Una chica de la alta sociedad casó con un don nadie, un desconocido. En el sermón de bodas el cura hizo un cumplido elogio de la novia. Dijo con elocuencia: “Fulanita es una joven bella, virtuosa, pura; hija ejemplar, hermana cariñosa, amiga amable; caritativa, llena de fe y caridad para su prójimo. En cuando a Zutano —se volvió hacia el novio—, él es… cómo diré… cómo diré… cómo diré…”. Y ahí acabó el encomio. La irregular “pausa” propuesta por López Obrador es una ocurrencia que sería ridícula si no es porque aumenta la tensión en las relaciones con una nación con la cual deberíamos tener la mayor amistad y el mejor trato, y a la que el tabasqueño y su círculo cercano, con actitud sectaria, facciosa y anacrónica, han zaherido una y otra vez en forma que bien puede calificarse de insolente e irracional, empezando con la absurda petición de disculpa y culminando ahora con esta propuesta de “pausa” contraria a todas las formas de la diplomacia y el derecho internacional, como bien lo señaló Jorge Zermeño, ex-embajador de México en España. Si yo tuviera alguna personalidad jurídica o social que me capacitara para ello, enviaría una carta al rey Felipe en la cual le sugeriría que no hiciera caso de los arranques de nuestro Presidente, exabruptos que muchas veces dependen del humor con el que amaneció el señor o de algún súbito pensamiento que le sobrevino en el curso de sus peroraciones en la comparecencia matutina, muchas veces tan tediosa y aburrida que con algo la debe aderezar. Y es que nuestro Presidente es… cómo diré… cómo diré… cómo diré… Himenia y Celiberia, célibes que pisaban ya las lindes del otoño, fueron en plan de turismo a Escocia. A las afueras de un pequeño pueblo de las highlands vieron a un escocés vestido con su atuendo típico y dormido bajo un árbol. Curiosas, fueron a averiguar lo que el hombre vestía abajo de su faldita o kilt, y como no vestía nada decidieron hacerle una travesura: le ataron un listón azul en cierta parte y luego se retiraron riendo. Cuando el escocés despertó sintió algo extraño en la entrepierna y se vio ahí el listón. Le dijo a la antedicha parte: “No sé qué hiciste mientras yo dormía, pero te felicito. Veo que sacaste el primer lugar”… FIN.
MIRADOR
Llegó de buenas a primeras y me dijo:
—Soy el mejor color.
Era el rojo, y al decirme eso enrojeció de orgullo.
No gusto de entablar polémicas, pero no pude menos que decirle que el color rojo es ciertamente el mejor color, pero únicamente en las cosas que son rojas, por ejemplo el rojo de las banderas. En las cosas que son azules —el cielo, verbi gratia— el azul es el mejor color; en las verdes es el verde, y así sucesivamente.
Noté cierto disgusto en el rojo, pero al menos no se puso rojo de coraje. Pareció aceptar mi observación, y se retiró muy digno.
No sentí pena. Pienso que tuve razón al decirle que el rojo es el mejor color en las cosas que son rojas; el azul en las cosas que son azules; el verde en las verdes, y así sucesivamente.
Para decirlo de otra manera: cada quien da color en su color.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
“…Hay que apretarnos el cinturón,
dicen voceros oficiales…”
Lo malo de la cuestión,
y de estos conceptos vanos,
es que muchos mexicanos
ya no tienen cinturón.