La primera vez que Joe Biden entró al Salón Oval de la Casa Blanca el jefe de seguridad le dijo: “Mister President: sobre su escritorio hay dos botones, cerca uno del otro y ambos del mismo color. Tenga mucho cuidado al usarlos. Éste es para encender las luces del jardín, y este otro para lanzar los cohetes nucleares sobre Rusia”. Pensábamos que la Guerra Fría estaba congelada ya, y que Estados Unidos y lo que antes fue la URSS habían dejado de mostrarse garras y colmillos. Nos equivocamos. Poco duró la pax americana tras el desmoronamiento de la Unión Soviética, y otra vez el oso ruso vuelve a alzarse en pie de guerra frente al pasmo y azoro de todas las naciones. Hay motivos de preocupación. Putin no oye razones, y los caminos de la diplomacia le son absolutamente ajenos. Salvando todas las diferencias de tiempo y circunstancias, más de una semejanza encuentro entre el Presidente ruso y el Hitler de 1939, y más de un parecido entre los grandes del mundo de hoy y el Chamberlain inglés de ayer. Yo ya tengo dada orden de que me tengan dispuesta la casa en el rancho del Potrero para irme allá si estalla la Tercera Guerra Mundial y se produce una hecatombe atómica que abarque los cinco continentes y también Saltillo. Quizá lo que digo tiene tintes y tintas pesimistas, pero no quiero parecerme a aquel sabio profesor de Historia en cierta universidad americana. A principios de los años cuarenta del pasado siglo el tal maestro hizo un sesudo estudio acerca de las condiciones políticas del mundo, y con aguda perspicacia determinó que indefectiblemente habría pronto un conflicto internacional que abarcaría a Europa y los Estados Unidos. Se decidió entonces a buscar un sitio remoto del planeta a donde de seguro no llegarían ni siquiera los ecos de esa Segunda Guerra Mundial, y en octubre de 1941 se fue a vivir en ese tranquilo lugar, una pequeña y paradisíaca isla perdida en el Pacífico del Sur llamada Guadalcanal. Mis cuatro lectores habrán de imaginar cómo le fue al sabio profesor. Desde luego ahora todos los países temen el estallido de una conflagración entre las grandes potencias, pues ya se conocen los efectos de las armas nucleares, pero el tal Putin es un lobo con piel de lobo, y su afán expansionista, muy parecido al del Hitler de la preguerra, tiene hoy por hoy al mundo con el alma en un hilo. Desde este bello rinconcito mexicano exhorto a las partes en pugna a comportarse con conducta, como se dice en el Potrero, y si han de agarrarse a chingazos de cohetes por favor eviten que alguno caiga en Saltillo, donde hay cosas de mucho valor que se deben conservar, como la Catedral, la Alameda, los edificios del Ateneo y la Normal, el Museo del Desierto, el Café Viena, el Restaurant “Los Pioneros”, la casa de la familia Fuentes de la Peña, donde está Radio Concierto, y otros sitios que si no han sido declarados Patrimonio Cultural de la Humanidad es sólo por el excesivo papeleo. A’i les encargo… El conferencista hablaba del valor del tiempo. Preguntó a sus oyentes: “¿Saben ustedes cuántos segundos hay en un año?”. La esposa de don Languidio se inclinó sobre su vecina de asiento y le dijo: “¿Segundos? ¡Ya me conformaría yo con unos cuántos primeros!”… Conocemos bien a Afrodisio Pitongo: es un sujeto proclive a la concupiscencia de la carne, fornicario, libidinoso y lúbrico. En un bar conoció a una guapa mujer, y sin preguntarle siquiera su nombre, ni de qué signo era, le propuso de buenas a primeras: “¿Te parece si vamos a follar?”. “¡Oiga usted! —se enfureció la dicha dama—. ¡No soy una prostituta!”. Replicó calmosamente Pitongo: “Yo no dije que te iba a pagar”… FIN.
MIRADOR
Esta anciana se llama doña Pola.
Todos piensan que su nombre es Hipólita, o Leopolda, pero no: es Amapola. Una vez me contó que a su papá le gustaba mucho esa canción, y así le puso. El cura no la quería bautizar con semejante nombre —decía que no es nombre cristiano—, pero el padrino le prometió un lepe, y entonces el sacerdote derramó las aguas lustrales sobre la frente de la niña. En el rancho un lepe es un cabrito.
Doña Pola nunca se casó. Tampoco tuvo hijos, y al parecer no conoció varón. “Y tan contenta”, dice. No le inspiran temor los grandes miedos que con la vejez nos llegan: la soledad, la enfermedad, la muerte. Dice: “Vivir sola no duele. Si me enfermo ya nada me curará a mis años. Y si me muero ya estaría de Dios”.
Le pregunto qué cree que hay después de la muerte. Me responde: “Sueño. Descanso eterno. Paz”.
Doña Pola me quiere bien. Cuando la visito en su casa del ejido siempre me da pan de elote con té de yerbanís. Me dice: “Usté es el único que nunca me ha preguntado por qué nunca me casé”. Ganas me dan de preguntárselo, pero me contengo. Me gustan mucho su té de yerbanís y el pan de elote.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
“…Aumenta la criminalidad…”
¿Abrazos? Lo felicito,
señor López Obrador.
Pero sería mejor
aunque fuera un balacito.