Este país tiene una deuda con la memoria de Luis Donaldo Colosio Murrieta. El crimen cometido en su persona es una herida abierta todavía, en cuanto que las circunstancias de su muerte siguen aún en la opacidad. La palabra “hubiera” no figura en el vocabulario de la Historia, pero si el joven político de Magdalena hubiera vivido y gobernado, otro habría sido el destino de México. Tuve el privilegio de conocer a Colosio y de tratarlo brevemente. Me dio la impresión de ser un hombre bueno, idealista, imbuido de un profundo amor a su patria y deseoso de luchar contra los males de toda clase que la aquejaban. Pienso que ese afán de cambio fue uno de los motivos que condujeron al atentado que le quitó la vida, a más de la libre voluntad y el talante autónomo que como candidato demostró, quizás en forma prematura. El discurso que dijo ante el Monumento de la Revolución, piensan algunos, selló su destino. Seguramente hay quienes saben de esto más, mucho más de lo que nosotros sabemos, pero los crímenes políticos suelen ser acallados y quedan siempre en el silencio. Por eso digo que este país tiene una deuda con la memoria de Colosio. Esa deuda no se paga con estatuas, ni imponiendo el nombre de la víctima a bulevares o avenidas. Se paga creando las condiciones necesarias para que sus ideales se cumplan en bien de México y de los mexicanos. Esperemos que las semillas que sembró Colosio con la generosidad de su juventud germinen después de estos tiempos de simulaciones y mentiras por los que atraviesa ahora nuestra patria… Don Chinguetas ingresó en un club nudista del que formaban parte muchas lindas chicas. El primer día fue el más duro. Estaba sentado en una banca del jardín cuando vio venir a una socia de excepcionales atributos tanto anteriores como posteriores. Eso lo hizo experimentar cierta conmoción que lo apenó. Por fortuna traía consigo un periódico, y abriéndolo pudo cubrir el motivo de su apuro. Pasó frente a él la hermosa fémina y lo vio con el periódico abierto frente a la susodicha parte. “¡Caramba! —exclamó admirada—. ¿Cómo le hizo para enseñarla a leer?”… Don Cucurulo, señor de edad madura, tuvo trato de cama con Liriola, mujer en flor de edad. Terminado el desigual connubio el provecto galán quedó derrengado, abatido y agotado sobre el lecho. Le preguntó Liriola, a quien movía el interés de la pecunia: “¿Cuándo lo haremos otra vez, don Cucu?”. Respondió con feble voz el veterano caballero: “Tú dime el día, chula. Yo te diré el año”… El juez se dirigió a la joven y curvilínea acusada: “Antes de que los señores del jurado se retiren a deliberar ¿tiene usted algo qué decirles?”. “Sí —respondió la bella mujer—. El número de mi teléfono”… El changuito —monito— del circo se quejó con acento al mismo tiempo dolorido y rencoroso ante sus compañeros: “El nuevo encargado de los animales cometió conmigo un grave error. En vez de llevarme con nuestro veterinario me llevó con el de los elefantes. Lo supe por el tamaño del termómetro rectal”… El barco naufragó, y uno de los marineros logró llegar a una isla desierta junto con dos hermosas pasajeras. La forzada cercanía con ellas llevó a que el marino atendiera a ambas: a una los lunes, miércoles y viernes; a la otra los martes, jueves y sábados. Los domingos el nauta gozaba de un merecido —y necesario— descanso. Cierto día vieron venir a otro náufrago flotando sobre un madero. Cuando llegó a la playa exclamó con fina y delicada voz al tiempo que juntaba las manos: “¡Loado sea el cielo! ¡Estoy salvado!”. “¡Chin! —masculló enojado el marino—. ¡Se jodieron mis domingos!”… FIN.
MIRADOR
A los 30 años de su edad John Dee se enamoró por la primera vez.
Antes jamás había puesto los ojos en una mujer. Sus días y sus noches los ocuparon sus libros, sus instrumentos astronómicos, sus hierbas curativas. Ahora era otro John Dee. Estaba enamorado.
El objeto de su amor no fue una infanta, ni una doncella de elevada alcurnia, ni una novicia de convento. Fue una moza campesina a la que conoció en el mercado de la aldea cuando vendía una lechigada de cochinillos. Tenía 20 años; era alta y abundosa de pechos y caderas; su gruesa trenza rubia le llegaba a la cintura; sus grandes ojos eran del color del manto de la Virgen.
La desposó una madrugada en la capilla de la aldea. Esa noche fue ella quien lo tumbó en la cama y le enseñó artes para él desconocidas. Para Dee ya no hubo libros, ni aparatos de astronomía, ni hierbas medicamentosas. Hubo sólo ella.
Ahora ven conmigo al mercado de la aldea. Verás a un hombre que está vendiendo una lechigada de cochinillos. Junto a él está una mujer con un niño en sus brazos y otro en su seno. El hombre es John Dee. Míralo bien. Verás que es feliz.
¡Hasta mañana!
MANGANITAS
“… No está funcionando bien el aeropuerto de AMLO…”
Para que sirva de ayuda,
y vengan más pasajeros,
a los 500 primeros
les darán una tlayuda.