Este señor tiene sus años. Todos tenemos los nuestros, pero él tiene los suyos. ¿Cuántos años tiene este señor? Tratemos de adivinar. Yo digo que 70. Puede ser. Este señor acaba de conocer a una muchacha muy linda que a la belleza de la juventud añade la propia. La muchacha le dice al señor que siempre ha querido visitar una casona vieja con zaguán, alcobas de altos techos y fuente en el jardín. El señor tiene una casona vieja con zaguán, alcobas de altos techos y fuente en el jardín. Aquí hago un alto obligatorio. Sucede que yo tengo una casa con zaguán, altas alcobas y jardín con fuente. En ella está Radio Concierto, la difusora cultural que fundé en Saltillo con mi familia y que lleva ya 25 años de existencia, contra todos los vientos y todas las tempestades, por ser cultural. Es menester, entonces, asegurar a ustedes que yo no soy el señor de mi relato. Me gustaría haberlo sido, por lo menos hasta antes del final de la historia; pero no, no soy ese señor. Los dioses -espíritus chocarreros a veces- empiezan a tejer los hilos de la trama. O a hilar la trama del tejido. O a tramar el tejido de los hilos. Todo es lo mismo cuando los dioses se proponen joder a un humano. “Señorita -ofrece con gran cortesanía el señor de mi relato-. Yo vivo en una casa como ésa que usted quiere conocer, de zaguán, alcobas de altos techos y fuente en el jardín. Gustosamente la invito a conocerla”. “Y yo con gusto acepto su invitación” -responde la muchacha, coqueta. “Vaya usted con alguna amiga -sugiere el de la casa, que es hombre chapado a la antigua-. Mis vecinas son muy dadas al chisme, y mis vecinos más, y no quiero ponerla a usted en trance de que sufra desdoro su buen nombre, o mengua su reputación”. “Ni una cosa ni la otra me preocupan -contesta ella-. Iré sin compañía. No me hace falta”. Ya se ve que la chica es moderna, de las de ahora, que no necesitan, como antes se decía, guajes pa’ nadar. “En ese caso -le advierte el señor de antes- debo decirle algo. Es usted tan bella que si estamos a solas en mi casa no responderé”. “Me arriesgo” -declara con una sonrisa aún más coqueta la muchacha. “Fíjese bien en lo que digo -insiste el señor, muy serio-. No respondo”. “Y yo no me preocupo” -reitera ella. Y así diciendo vuelve a sonreír. Van los dos a la casa con zaguán y etcétera. En este momento yo salgo del relato, ubicuo narrador al estilo de los novelistas del antepasado siglo, y dejo que el señor de la historia siga contando él mismo la historia. “Llegamos a la casa y empecé a mostrarle la finca. Ella paseó por las habitaciones; admiró los muebles y los cuadros. Luego fue al jardín, y para mi sorpresa hizo algo extraño. Se descalzó y entró en la fuente alzándose el vestido. Al hacerlo dejó al descubierto, provocativa, las hermosas piernas, fuertes y torneadas, y los muslos, blanquísimos. Al ver aquello le dije: “No respondo, ¿eh?”. Ella reía, y no se cuidaba de cubrir lo que había descubierto. Me pidió que fuésemos a la recámara. Ahí, con el pretexto de que se había mojado el vestido, se lo quitó. Le dije una vez más: “No respondo”. Ella, sonriendo siempre, se tendió en la cama. Estaba cubierta ahora únicamente por su ropa interior. “Ya le dije -repetí-. No respondo”. Aquí entro yo de nuevo, el ubicuo narrador, porque es a mí a quien el señor está contando la historia. Le pregunto, con interés que algo tiene de mórbido: “Y ¿qué sucedió?”. Contesta él, mohíno: “Sucedió exactamente lo que yo le había dicho a la muchacha. No respondí”. La vida, queridos cuatro lectores míos, tiene historias cómicas e historias tristes. No sé si la que acabo de contar es triste o cómica. Y no me lo pregunten, porque no respondo. FIN.
MIRADOR
Yo digo que todos los mares son el mismo mar.
El agua que toca ahora la playa de Tampico es la misma que hace tiempo tocó la de una de las Islas Filipinas, y que mañana rozará el extremo del Cabo de Hornos o de Buena Esperanza. Las nubes que ahora veo pasar son las mismas nubes que mi padre, mi abuelo y mi bisabuelo vieron pasar, y son las mismas que verán pasar los nietos de mis nietos.
Este mundo es el mismo mundo que ayer fue, y el mismo que después será. Cambiará un poco, es cierto. Con nuestras locuras los hombres lo haremos cambiar. Pero cuando ya no haya aquí hombres seguirá habiendo mundo, Los dinosaurios desaparecieron, el mundo no. Quizás el hombre desaparecerá. Seguirá el mundo.
Cuidemos de él, entonces.
Cuidarlo será cuidar de nosotros mismos.
No ensuciemos sus mares, sus ríos, lagos y lagunas. No contaminemos su aire. No asolemos su tierra.
Este mundo es nuestra casa.
No tenemos otra.
¡Hasta mañana!
MANGANITAS
“…¿Cuál virus?…”
En manera singular
ya nos olvidamos de él.
Ojalá no vuelva, cruel,
a su oficio de matar.