“Debo hacerte una confesión. Estoy teniendo una relación con tu mujer”. Esas fatales palabras le dijo Libidio a su mejor amigo. (Si eso le dijo al mejor, ¿qué le habrá dicho al peor?). El mejor amigo —Cucoldo se llamaba— confirmó su calidad de tal. En vez de darle una guantada, trompada o bofetada, o al menos espetarle una mentada, le respondió: “Comprendo lo sucedido. En el corazón no se manda, y tampoco en otras partes del cuerpo aún menos mandables. Eres un amigo muy querido para mí. Ten la seguridad de que nuestra amistad no sufrirá quebranto alguno”. “Agradezco tu comprensión —dijo Libidio—, pero esto me apena en tal manera que para no seguir lastimándote me iré de la ciudad”. Preguntó Cucoldo: “¿Y te llevarás a mi esposa?”. Contestó Libidio: “No”. Entonces sí estalló Cucoldo: “¡Ah, mal amigo, bribón, canalla, infame, desgraciado, adúltero, traidor!”… La joven y atractiva mujer le comentó al anciano médico del pueblo: “Sufro un ardor sensual irrefrenable. Veo a un hombre y siento el deseo incontenible de entregarme a él”. Sentenció el facultativo: “Demasiado tarde”. La mujer se angustió: “¿Quiere usted decir que ya no tengo remedio?”. “No —precisó el galeno—. Demasiado tarde para mí”… Es falso el dicho según el cual a las palabras se las lleva el viento. Ninguno se llevó palabras que dije alguna vez y de las cuales todavía me arrepiento. Sólo somos dueños de las palabras que no hemos dicho; de las que ya dijimos se vuelven propietarios los demás. “Todo lo que diga podrá ser usado en su contra”. La frase que en las películas americanas dicen los policías a los delincuentes se nos puede decir a nosotros, y en el mismo modo amenazante. No se equivocará quien diga que López Obrador es la persona que más habla en México. Ningún predicador, ningún presentador de radio o de televisión, ningún merolico callejero habla tanto como el Presidente de la República. Si las palabras que ha dicho en estos tres años de cotidianas conferencias mañaneras pudieran amontonarse, seguramente formarían una montaña más alta que el Everest y el Anapurna puestos el uno sobre el otro. Don Antonio Guerra y Castellanos, mi sabio maestro de Derecho Procesal Civil en la antigua y entrañable Escuela de Leyes, de Saltillo, no gustaba de los alumnos que al exponer la clase hablaban demasiado. Les decía esta frase, lapidaria y contundente: “La diarrea es purgación del estómago. La piorrea es purgación de la boca. La gonorrea es purgación de la bragueta. Y la verborrea es purgación del cerebro”. El que mucho habla mucho yerra. Tal es el caso de AMLO, cuya incontenible palabrería no solamente lo daña a él: provoca graves daños a México. No callará, eso está claro, en el resto del sexenio; antes bien hará mayor su facundia conforme se acerque el final de su mandato, si es que acata el término fijado por la Constitución y no se arriesga a entrar, por desobedecerlo, al basurero de la Historia en calidad de traidor a la patria. Decir esto es ominoso, pero AMLO nos ha mostrado que todo se puede esperar de él. Mientras tanto debe hablar bastante menos y pensar bastante más. Sus palabras no se las lleva el viento. Pesan como lápidas, y el país debe cargar con ellas y sufrir sus consecuencias. ¿Habrá considerado eso alguna vez?… Don Poseidón se molestaba porque el novio de su hija no daba trazas de irse. Seguía en la sala con la muchacha, y además en un silencio que al atufado señor le daba mucho qué pensar. Se hizo presente, pues, ante la parejita y le informó al galancete: “Joven: en esta casa las luces se apagan a las 11 de la noche”. “¡Fantástico, señor! —se alegró el boquirrubio—. ¡Eso nos vendrá como anillo al dedo a Glafira y a mí!”… FIN.
MIRADOR
A los 40 años de su edad John Dee cumplió una ilusión que alentaba desde niño: tener un telescopio.
Solía decir:
—Lo quiero para contemplar las maravillas que hizo Dios.
A fin de poder comprar su telescopio —lo adquirió en Italia—, el filósofo vendió su biblioteca. Declaró:
—Lo que esos libros traían ya lo traigo yo en mí.
Cuando Dee tuvo su telescopio lo primero que hizo fue apuntarlo hacia la aldea. Y lo primero que vio fue a una muchacha que en su casa peinaba su larga cabellera rubia.
—¿Qué ves, maestro? —le preguntó uno de sus discípulos.
Sin despegar el ojo de la lente respondió John Dee:
—Estoy viendo una de las maravillas que hizo Dios.
Al día siguiente el dueño del telescopio lo hizo a un lado y fue a la aldea.
De esto hace algunos meses.
Ahora la maravilla que hizo Dios peina su larga cabellera rubia en la casa de John Dee.
Es su mujer.
La más grande maravilla.
¡Hasta mañana!
MANGANITAS
“… Una periodista norteamericana compara a AMLO con Putin…”
Está fuera de lugar
comparación tan artera,
porque si Putin se entera
seguro se va a enojar.