A su regreso de París comentó doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad: “Los franceses son muy caballerosos. Cuando te saludan te besan la mano”. Opinó el duque Sopanela: “Quizá la intención sea buena, pero la puntería es pésima”. La primera vez que fui a Tampico habría preferido no ir. La ciudad era un basurero; vivía bajo la férula de Joaquín Hernández Galicia, “La Quina”, quien era prácticamente su propietario. Hacía y deshacía en ella a su completo antojo, igual que señor feudal o cacique. El puerto padecía innumerables males derivados de un nefasto sindicalismo mafioso que oprimía a los ciudadanos y los expoliaba. Si al dueño de una pequeña casa se le ocurría pintar su fachada, de inmediato llegaba una especie de patrulla policíaca y le impedía hacer el trabajo: debía contratar los servicios de un pintor del sindicato correspondiente, el cual imponía al propietario un alto costo por los servicios de su agremiado. Así, la ciudad se veía descuidada, sucia. El centro histórico, lo recuerdo con claridad, era una sucesión de ruinas, de bellos edificios abandonados. También recuerdo con claridad, y además con afecto, a un buen político, panista él, Diego Alonso Hinojosa, quien luchó denodadamente por hacer de Tampico una comunidad mejor. En estos meses últimos he tenido la fortuna de volver al puerto jaibo y ¡qué diferencia! La ciudad se ve ahora limpia, ordenada y llena de bellezas que hacen de ella un destino turístico atractivo. No existe aquí la inseguridad que priva en las poblaciones fronterizas de Tamaulipas, paso obligado de drogas y migrantes. ¡Y la gastronomía tampiqueña, queridos cuatro lectores míos! Soy un gran comilón, benedicamus Domino, y poseo un estómago capaz de digerir hasta las mañaneras de AMLO. Diosito bueno tuvo a bien darme panza de músico, que así se decía de la de los filarmónicos, obligados por su oficio a comer a deshoras y lo que les dieran, así fuesen los peores comistrajos, y que nunca se enfermaban. Yo digo como Santa Teresa: “Cuando Cristo, Cristo, y cuando perdices, perdices”. Y con la autoridad que me dan mis andares y mis yantares declaro que Tampico es una de las cinco ciudades mexicanas donde mejor se come, siendo las otras cuatro la Ciudad de México, Mérida, Oaxaca y Puebla. Esto no quita mérito a otros paraísos gastronómicos -mi casa es uno de ellos, donde cada comida es un banquete, merced a la amorosa sabiduría de cocina de mi esposa-, pero he citado a las que, creo yo, son cumbres del buen comer en nuestro país, donde en cualquier Estado y en cualquier ciudad se puede comer bien. Esta última vez que estuve en Tampico me despaché en el tradicional Jardín Corona, entre otras muchas y variadas sabrosuras, dos jaibas rellenas merecedoras de eterna memoria. Si la primera fue deliciosa la segunda fue inefable. En otras ocasiones ha sido “El Porvenir”, igualmente de rica tradición, el centro de mi gula. Yo no soy como el tipo que decía: “Mientras cómanos, bébanos y cójanos, aunque no trabájenos”. Sé que hay un tiempo para la devoción y otro para la obligación. Pero he aprendido que eso que llaman “la felicidad” no existe. Existen los ratos felices. Y los que se disfrutan en la mesa con la familia o los buenos amigos pertenecen a esos ratos. Aquí y ahora doy las gracias a mis generosos amigos de la Cámara de Comercio de Tampico, y a los del Jardín Corona, por los felicísimos ratos que me regalaron, y por el don de su amistad. (Y por las jaibas). “La vida del casado es muy frustrante -decía con tristeza un individuo-. Los primeros 25 años quieres ser fiel y no puedes, y los segundos 25 quieres ser infiel y tampoco puedes”. FIN.
MIRADOR
Este bonísimo señor se llamaba don Martín Cárdenas Valdés.
Vivía en la misma calle de Saltillo donde estaba la casa de mis padres, la antigua de Santiago, ahora nombrada del General Cepeda.
Don Martín amaba las higueras, árbol evangélico, y tenía un huerto donde las cultivaba con esmero. Los higos que sus higueras daban eran famosos por su sabor y su dulzura. Las señoras los buscaban para hacer con ellos los ricos dulces saltilleros de higo.
Este señor le regaló a mi padre una varita que cortó de una de sus higueras, y mi padre la plantó en el jardín de nuestra casa. La varita prendió, como se dice, y llegó a ser una higuera alta y frondosa. Cuando me casé llevé conmigo un brote y lo planté en mi casa para que hubiera en ella algo de la de mis padres. Hasta la fecha esa higuera da sombra y fruto en abundancia. Ayer gocé los primeros higos del año.
Bendigo a esta higuera, a la de mi padre y a las de don Martín. Bendigo a todas las higueras del mundo. Sé de alguien que maldijo a una. Y lo respeto, pero no lo entiendo.
¡Hasta mañana!
MANGANITAS
“…Demasiado sexo en el cine,
opinan los moralistas…”
A mí me parece bien
que sobre el tema se opine.
Hay mucho sexo en el cine.
(Y en la pantalla también).