Afrodisio Pitongo, hombre salaz, le hizo una proposición indecorosa a Dulcibel, joven mujer casta y honesta. Ella le dijo, airada, al lúbrico galán: «No se confunda». Replicó Pitongo: «Es exactamente igual que sin funda»… El maduro señor se detuvo, sudoroso y agitado, después de correr incansablemente alrededor del parque. Les explicó a los otros corredores: «El médico me indicó que mi vida sexual mejorará si camino media hora cada día. En esta ocasión corrí 3 horas, a ver si eso me sirve para un
compromiso que tengo hoy en la noche»… La esposa de don Algón le dijo: «Ten este tónico. Evita la caída del pelo». Respondió él con extrañeza: «A mí no se me está cayendo el pelo». «A ti no —respondió con acritud la señora—, pero a tus amiguitas sí»… El capitán del barco que rescató a los náufragos —él y ella— vio en el tronco de una palmera cinco marcas hechas con cuchillo. Le preguntó al hombre: «¿Son los años que llevan aquí?». «No —contestó tipo—. Apenas llegamos ayer. Son las veces que lo hemos hecho»… Para plantar un árbol debes ponerte de rodillas, igual que cuando se dice una oración. Yo soy un hombre de la tierra. Mi abuelo materno, papá Chema, era campesino, y el padre de mi padre, don Mariano, comerciaba con los ricos trigos candeales —mejores que los de Ucrania, dijo Alessio— que se daban en las labores montañesas del sureste de Coahuila. Por esa vocación telúrica —habrán de disculpar la rimbombancia— me he pasado la vida plantando árboles. En realidad son los árboles los que me han plantado a mí, pues me cuesta trabajo desprenderme de la tierra a donde voy para volver a la ciudad de donde vengo. El año 71 planté un cedro a la orilla del arroyo que pasa por mi huerto. El árbol era pequeñito, apenas un poco mayor que mi dedo pulgar; sólo una promesa de árbol. Ahora toda mi familia y yo —23 almas y otros tantos cuerpos— nos reunimos bajo su fronda como bajo la bóveda de una catedral. Otros muchos árboles he plantado a lo largo de mi larga vida: manzanos, nogales, durazneros, perales y ciruelos, a más de pinos, incontables pinos que me llenan de verde las pupilas. Así como hay santos en el Cielo los árboles son santos de la tierra. Si supiéramos mirar veríamos sobre cada árbol una aureola. Ellos nos salvan de nosotros mismos, del veneno que ponemos en el aire y que luego debemos respirar. Plantar árboles no debería ser oficio burocrático, sino tarea de amor. A más de sembrar vida se le debe cuidar. Los hijos no sólo se engendran: hay que mirar por ellos luego de nacidos, vigilar su crecimiento, protegerlos contra los riesgos que los amenazan. En esa labor no caben simulaciones ni cifras mentirosas. Deseo que tenga buen éxito el programa de plantación de árboles emprendido por la 4T. Es por el bien de México. Es por nuestro bien… «Anoche me acosté con el Pichón». Eso le dijo una muchacha al padre Arsilio en el confesonario. «De penitencia —le impuso el sacerdote— rezarás un rosario y dejarás 20 pesos en el cepo de las limosnas». Esa tarde otras feligresas confesaron la misma falta: todas habían tenido trato con el tal Pichón. A todas les impuso el padre Arsilio la misma penitencia del rezo y los 20 pesos de limosna. A poco llegó al confesonario un individuo. «Yo soy el Pichón —le dijo al confesor—, y si no me da usted la mitad de las limosnas me iré a otra parroquia»… Doña Macalota, la esposa de don Chinguetas, le contó a una amiga: «El sexo con mi marido se parece a las series de Netflix: cuando las cosas empiezan a ponerse buenas termina el episodio». (Nota: Y además don Chinguetas ya está en la última temporada). FIN.
MIRADOR
La mañana era tibia, de sol claro.
No había nubes en el cielo, que parecía el manto de la Virgen. Aún brillaban en la hierba las gotas del rocío, y se oían en la cercana escuela las voces de los niños que repetían la lección.
San Virila salió de su convento. Iba al pueblo a pedir el pan que los pobres le pedían. En el camino vio a un niño que lloraba. El frailecito sabía que el buen Dios se preocupa cuando ve que en el mundo llora un niño. Le preguntó:
— ¿Por qué lloras?
Entre lágrimas respondió el pequeño:
— Mi sombrero cayó al río. Mi padre me regañará por haberlo perdido.
San Virila buscó el sombrero entre las aguas, pero no lo halló: la corriente se lo había llevado. Entonces le tejió al niño un sombrero nuevo con rayos dorados
que tomó del sol. El chiquillo, sonriendo, se lo puso y se encaminó, feliz, hacia su casa.
Cuando el frailecito regresó al convento el padre prior le preguntó:
— ¿Qué milagro hiciste hoy?
— Ninguno —respondió San Virila—. Nada más tejí un sombrero.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
«… Trump puede perder la elección…».
Si pierde los votos duros
de los mayores Estados,
nosotros, por entregados,
nos veremos en apuros.