«En el curso de la noche de bodas le hice el amor cuatro veces a mi esposa». Eso declaró un jactancioso sujeto en el bar Tulos. Manifestó otro: «Yo le hice el amor a la mía tres veces». Un amigo que estaba con ellos no decía nada. «¿Y tú? —le preguntaron—. ¿Cuántas veces le hiciste el amor a tu novia en la noche nupcial?». Respondió el interrogado: «Sólo una vez». (Así, por cierto, se llama una canción de Lara: «Sólo una vez tu boca primorosa / iluminó con besos mi querer. / Fue un leve palpitar de mariposa, / un capricho de tu alma de mujer». ¡Qué chingonería! ¡Ya no se hacen canciones como ésa!). Los otros se burlaron: «¿En la noche de bodas le hiciste el amor a tu esposa nada más una vez?». «Sí —se justificó el otro—. Es que ella no estaba acostumbrada»… Hablaré hoy de mi amigo Ricardo. Jamás supe su apellido. A lo mejor no tenía ninguno. Y no lo necesitaba. Decías «Ricardo» y todo Monterrey, o casi todo, sabía de quién se trataba. Lo conocí porque asistía a los cursos libres de Literatura Hispanoamericana que daba yo para la Universidad Autónoma de Nuevo León en la bellísima Aula Magna del Colegio Civil. Terminada la clase nos íbamos con otros estudiantes a la cafetería de la Farmacia Benavides, frente a la plaza. A esa tertulia asistía a veces Leopoldo González Sáenz, excelente alcalde que fue de Monterrey. Ricardo era indigente, pero indigente pulcro. Y guapo además: alto, espigado, de ojos claros y profusa cabellera blanca, como de apóstol o profeta, que le llegaba casi a la cintura. Se ganaba la vida en forma artística. Sentado en una banca de la calle peatonal Morelos, frente al tradicional Hotel Monterrey, repartía migajas a las palomas, que se le subían a las rodillas, a los hombros y aun a la cabeza. Los turistas le tomaban fotos y le daban un dólar de propina. Con eso pagaba su morada —así llamaba él al tejabán que alquilaba en el barrio llamado de la Risca. Se alimentaba de la fruta ya casi podrida —»postmadura», decía él con elegancia— que le regalaban los locatarios del Mercado Juárez. Tuvo muy buena suerte mi amigo Ricardo. Mi amigo Ricardo tuvo muy mala suerte. Sucedió que vino a Monterrey un productor norteamericano de cine, y al salir del hotel lo vio con su cortejo de palomas. Le pareció que podía servir para una de sus películas; hizo que un despacho de abogados le arreglara sus papeles y lo llevó a Hollywood. Allá, a los pocos meses, falleció Ricardo, no sé si por la nostalgia de su palomar o por causa de la comida americana. En estos días de forzado encierro, mejores siempre que los de forzado entierro, he evocado la gallarda figura de aquel amigo mío al que más mal le fue cuando le fue más bien. No sabemos ahora cómo nos irá a ir con el coronavirus, con la crisis económica, con la inseguridad. No sabemos cómo nos irá a ir con la 4T, dicho esto último sin ningún ánimo comparativo. Pero tenemos vida, y ya se ha dicho que mientras hay vida hay esperanza. Aferrémonos a ella. A la esperanza y a la vida. Vendrán mejores días —siempre vienen—, y más allá de la «nueva normalidad» que promete la vocería oficial tendremos otra vez el abrazo, la cariciosa rutina que tuvimos antes y la cercanía con aquellos de quienes nos alejó el enclaustramiento. Esperemos, en el sentido de aguardar. Esperemos, en el sentido de tener esperanza… «Me he casado tres veces —contó doña Tremedalia en una fiesta— y las tres veces he enviudado. Mis dos primeros maridos, extraña coincidencia, murieron por comer hongos venenosos. El tercero falleció a consecuencia de golpes recibidos». Preguntó alguien: «¿Lo asaltaron?». «No —precisó doña Tremedalia—. No se quería comer los hongos»… FIN.
MIRADOR
Omar, jeque de Córdoba, se enamoró de una cristiana, y ella de él.
El nombre de la mujer era María, pero él le decía Myriam. Ella a él no lo llamaba Omar, sino Amor.
Se veían a ocultas en una casa atrás de la Mezquita. Ahí se amaban y luego oraban juntos, cada uno a su Dios, para pedir perdón por su pecado, pues él tenía esposa y ella padres que la habían prometido en matrimonio a otro hombre.
Cuando los moros fueron expulsados de España, María siguió a Omar disfrazada de gitana. Juntos escaparon a Argel. Ahí él trabajó como alfarero, oficio que había practicado por afición de rico, y ella se hizo tejedora.
Nadie los encontró; vivieron en la felicidad su amor. Tuvieron hijos, tres niños y tres niñas. Acordaron que los niños serían musulmanes y cristianas las hijas. Uno de ellos llegó a ser jefe de la guardia del sultán de Marruecos; una de ellas llegó a ser superiora en un convento sevillano.
A los 90 años de edad murió Omar. Un día después lo siguió María. Los sepultaron en la misma tumba. En ella nació un rosal que daba en la misma rama rosas blancas y rojas. Cervantes narró esto en una novela ejemplar, pero su relato se perdió.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
«… Trajeron a Lozoya…».
Perdido todo respeto,
sin riqueza y sin honor,
de seguro este señor
cantará hasta Rigoleto.