El astroso mendigo se despioja -se despoja de piojos- sentado sobre la piedra de un tapial caído. Se busca los piojos concienzudamente en la tupida barba, en la pelambre que le cubre el pecho, en los sobacos hedentinos. Después, por el camino sin gente, se los buscará en otras partes más ocultas. El viajero se dirige a él y le pregunta con llaneza: «¿Cómo se llama usted, buen hombre?». «¡De vos, bergante! -se indigna el pordiosero-. Mira que soy don Toribio de Mogrovejo Ortiz de la Seca y Castilmimbre de Fuentespreadas y López de Valdeavellano». El que hizo la pregunta es un literato cuyos años no llegan a los 30. Se llama Camilo José Cela, y ha emprendido -a pie- un viaje por Castilla para escribir un libro que se llamará «Judíos, moros y cristianos». Estas tierras -«tan tristes que hasta tienen alma», dijo de ellas Machado- vieron antes pasar a otros caminantes: Azorín y Unamuno, Ortega, Baroja, Ganivet. Todos describieron sus andanzas en esa literatura que se nombra «de andar y ver», pero más describieron el seco paisaje castellano. Castilla es la mayor invención de los hombres que luego serían llamados de la generación del 98. Sigamos ahora a aquel viajero que, dijimos, se apellida Cela. Entra en el pueblo que también dijimos, de nombre Villatoro. Antigua aldea es ésta, y de prosapia señorial a pesar de su pobreza. Sus escasos pobladores presumen de hidalguía. En su blasón, que luce sobre la casa comunal, tienen un toro mal labrado que lo mismo podría ser un león que un asno. Por eso al pie del escudo ponen VillaTORO; lo de toro con mayúsculas, para que no haya confusión. Ha dirigido sus pasos hasta aquí el viajero porque leyó en un libro de don Ramón Menéndez que la gente de Villatoro -VillaTORO- canta todavía, en román paladino como el de Gonzale de Berceo, los antiguos cantares de gesta, y que sabe decir poemas olvidados escritos por moriscos y judíos conversos. Los quiere Cela recoger para su libro. Se acerca al caserío, depósito precioso -piensa- de tesoros ancestrales, y, en efecto, oye cantar a unos mozos que beben junto al brocal de la fuente de la plaza. No alcanza a oír sus palabras, porque las lleva el viento por sobre la derruída muralla, pero se alegra al escuchar las notas: seguramente están entonando aquellos mozos los versos de algún romance de Fernán González o de los Siete Infantes de Lara. Apresura sus pasos el viajero para llegar al pueblo antes de que termine la canción. Y lo consigue. Llega cuando los mozos cantan la última estrofa. La estrofa dice así: «… ¡Ay, Jalisco, no te rajes! Me sale del alma gritar con calor, y abrir todo el pecho pa’ echar este grito: ‘¡Qué lindo es Jalisco, palabra de honor!’…». No, no era aquél un antiguo cantar de gesta castellano: los cantores desafinaban a coro la última canción puesta de moda en todo el mundo de habla hispana por Jorge Negrete, un charro mexicano. El viajero queda mohíno, enfurruñado. Invita a los mozos -habilidad de escritor- a tomar una copa, y en la taberna les pregunta si acaso saben otras canciones aparte de aquella de Jalisco. Sí saben otras canciones los mozos, y muchas: un tango argentino, una tonada de zarzuela moderna, un son cubano de Lecuona. ¿Quiero oírlos el señorito? Tanto andar para nada, piensa el joven Cela. Paga la consumición, requiere su mochila y su cayado -deber profesional del caminante es apoyarse en un cayado, aunque su edad no llegue a los 30 años- y se va calle abajo. Sale de Villatoro con ánimo abatido. . Por el aire van otra vez las notas de la canción que dice: «… ¡Ay, Jalisco, no te rajes!…». FIN.
MIRADOR
¿Qué hora es?
El hombre no lo sabe. Aquí no hay horas. Hay días sí, pero no tienen horas. Esto quiere decir que no hay horarios. La vida se rige por el sol. Cuando aparece deben ser las 6 de la mañana. Cuando está arriba han de ser las 12 del mediodía. Cuando baja son las 6 de la tarde. Más o menos.
Ahora está amaneciendo. El paisaje es difuso. Todavía es de noche, pero ya empieza a ser de día. Los pinos no parecen pinos. Parecen sombras. Las estrellas empiezan a ser todas fugaces porque ya se van.
Al filo de la noche que se va y del día que llega el hombre mira dos venados. Están cerca, muy cerca. Son esbeltos y gallardos. Pacen tranquilos; nada los amenaza. Son los dueños del bosque. El hombre se desazona: no tiene derecho a estar ahí. Su presencia es casi una profanación. Es como si entrara a un templo perteneciente a una religión que no es la suya.
Los venados miran al hombre y se alejan de él con altiva lentitud. El hombre entra en su cabaña como si quisiera ocultarse. Sale el sol por sobre el filo de la montaña. ¿Qué hora es? El hombre no lo sabe. El hombre no sabe nada.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
«…Sigue Lozoya en el hospital…»
Esa noticia me explico
sin ninguna admiración:
el hospital es prisión
tratándose de hombre rico.