La pequeña Rosilita le preguntó a su padre: «Papi: ¿tu mamá te contaba cuentos?». Respondió el papá: «No, hijita. Pero tu mamá sí me los cuenta». Quiso saber la niña: «¿Cuáles cuentos te cuenta mi mami?». «Bueno —contestó el señor—. Por ejemplo anoche me volvió a contar el cuento de que le dolía la cabeza»… Aquel infeliz tipo estaba en una cama de hospital vendado de los pies a la cabeza igual que momia egipcia. Lo interrogó un oficial de Policía: «¿Puede usted describir al hombre que lo golpeó?». «Claro que puedo —respondió con feble voz el lacerado—. Precisamente por estarlo describiendo me golpeó»… Las insólitas expresiones del secretario de Medio Ambiente no hicieron más que confirmar desde dentro lo que desde fuera ya se percibía: que la 4T es un ente anárquico, una nave en que el piloto anda en continuo caminar de la proa a la popa, de babor a estribor y de la cubierta a la sentina en vez de tomar el timón para dar al barco dirección certera conforme a un itinerario establecido. Se advierte que en el Gabinete de AMLO cada quién mira sólo por su parcela de poder y se dedica principalmente a sortear las grillas interiores, a procurar que el día pase sin sobresaltos y a esperar que el Presidente no lo llame a participar en una de sus conferencias mañaneras, pues eso es estar bajo un incómodo reflector. Lo dicho por el secretario Toledo va más allá de una mera discrepancia ocasional: es una crítica de fondo que señala sin reticencias las fallas y defectos de un régimen cuyo dirigente se ocupa sobre todo en labrar su propia estatua, para lo cual se vale de acciones efectistas, pero sin ningún efecto, como viajar en vuelos comerciales, vivir en el Palacio Nacional y no en Los Pinos y emitir mensajes cotidianos aunque no haya nada importante qué comunicar. En una disyuntiva se encontró de repente López Obrador: separar del Gabinete al parlero secretario o mantener en su cargo a un colaborador incómodo en aras de la proclamada libertad de expresión. En todo caso las palabras de Toledo, filtradas en mala hora para él, fueron un golpe inoportuno y duro a ese navío que va cargado cargado de apariencias, vale decir de demagogia… Don Senilio, añoso caballero pero todavía con pujos de galán, cortejaba discretamente a la señorita Himenia, célibe otoñal. Una tarde la visitó en su casa y le llevó de regalo un kilo de papas y un cartón de huevos. El obsequio desconcertó bastante a Himenia: ella esperaba flores y chocolates. Agradeció el regalo, sin embargo, conforme a las reglas de buena educación aprendidas en el colegio de las madres matildanas, y seguidamente le ofreció a su visitante un ambigú consistente en una copita de rompope con empanaditas de cajeta. Acabado el piscolabis don Senilio tuvo un atrevimiento. Dejó el sillón donde se hallaba y se sentó sin más en la otomana al lado de la señorita Himenia. Consumada esa maniobra le pidió un beso. «Permítame el supremo goce, amiga mía —le dijo con untuoso acento— de libar en sus labios las inefables mieles del amor». Ella se negaba a permitir tal libación. Y una y otra vez rechazó a don Senilio, que estiraba el cuerpo para llegar al anhelado paraíso. En vano insistió en su demanda el provecto amador: Himenia le opuso una resistencia adamantina. Finalmente don Senilio hizo una sugerencia. «Arrojemos una moneda al aire —le propuso—. Si sale águila haremos lo que yo quiero. Si sale sol haremos lo que no quiere usted». A esa insidia respondió la señorita Himenia con una negativa que aprendió cuando era niña. Le dijo a don Senilio: «Pitos de calabaza». Y ahí acabó esa amorosa historia que nunca comenzó… FIN.
MIRADOR
Yo digo que no tuvo culpa alguna.
Aun así parece que vivió el resto de su vida llevando consigo un remordimiento permanente, la sombra de una pena que nunca lo dejó.
Poco antes de morir dijo a sus familiares que tras su muerte no lo llevaran a enterrar. Temía que su tumba fuera objeto de profanaciones. Pidió que lo incineraran y que sus cenizas fueran dispersadas en las aguas del Canal de la Mancha, que en tiempos de su juventud había cruzado en su avión innumerables veces.
Paul Tibbets. El piloto que llevó el B-29 desde el cual se arrojó la bomba atómica que cayó sobre Hiroshima y mató a decenas de miles de civiles: mujeres, hombres, ancianos, niños.
Ayer se cumplieron 75 años de esa terrible acción que, seguida de otra igual en Nagasaki, condujo a la rendición de Japón en la Segunda Guerra.
De las muertes causadas ese día no es culpable Paul Tibbets.
Él fue también víctima de la bomba.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
«… Divisiones en la 4T…».
No me gusta hacer apuestas,
pero sí suposiciones.
Después de esas divisiones
van a venir muchas restas.