Se llamaba Fidencio. Fidencio Flores. Nació y vivió casi toda su vida en Ramos Arizpe, laboriosa ciudad vecina de la mía en la cual antes se hacían tamales y chorizo y ahora se hacen automóviles y camiones. Fidencio era poeta, y además lo parecía. Gallardo, apuesto, su estatura procerosa se coronaba con una profusa melena blanca que le daba el aspecto de profeta o vate. Gustaba de ser llamado “el último romántico”. En las veladas literario-musicales de Ramos y Saltillo era obligada su participación. Decía sus poemas con voz sonora que no necesitaba de micrófono. Nunca se casó. Los poetas y el matrimonio no se llevan bien. Vivía con sus padres y una hermana en una antigua casa de vastas dimensiones. El zaguán daba paso a un amplio patio en cuyo torno se acomodaban las habitaciones. En esa casona sucedió un acontecimiento extraño que no puedo dejar de relatar. Por causa —o causas— que nadie conoció jamás, el padre y la madre de Fidencio dejaron de dirigirse la palabra. El señor abandonó la alcoba conyugal y se llevó sus cosas a un cuarto en el lado opuesto del espacioso patio. Nunca más volvieron a tratarse. Hacían las comidas a diferentes horas; si se cruzaban por azar ni siquiera se miraban. Eso sí: todas las mañanas preguntaban el uno por el otro. “Hija: ve a ver cómo amaneció tu mamá”. “Hijo, ve a ver cómo amaneció tu padre”. Eso duró 30 años. Un día, ancianos ya los dos, la señora amaneció sin vida. Los hijos le dieron la noticia a su padre. Dos horas después el señor murió súbitamente. Los velaron y los sepultaron juntos. La historia es tan verdadera que hasta parece inventada. Así me la contaron y así la conté yo. Pero no es de eso de lo que iba yo a hablar. Iba a decir que Fidencio escribió un poema al que puso hermoso título. Se llama “Hostia santa”, y es un homenaje a la tortilla, que en México es alimento cotidiano de ricos y pobres. Está presente lo mismo en las torres de un castillo que en humilde vecindad. No puede faltar en ninguna mesa mexicana. En un pueblo zacatecano fui a desayunar en una pequeña fonda. A la meserita que me sirvió los huevos del almuerzo le pedí unas tortillas. Me preguntó: “¿Las quiere de hombre o de mujer?”. Por mi gesto de perplejidad supo que no conocía yo la diferencia. Me explicó: “Las de mujer son palmoteadas; las de hombre son de máquina”. Claro, pedí las de mujer. José Moreno Villa, del glorioso exilio español, narró en su autobiografía que cuando el barco en que venía con otros muchos compañeros atracó en Veracruz todos se sorprendieron al ver entre los contingentes que acudieron al muelle a recibirlos uno muy nutrido formado por mujeres que portaban una enorme manta: “El Sindicato de Tortilleras les da la bienvenida”. “¡Coño! —exclamó uno, asombrado—. ¡Aquí están sindicalizadas!”. Y es que en España. donde la tortilla común es la de patatas, la palabra “tortilleras” servía para nombrar a las lesbianas. Pero tampoco de eso era mi intención hablar. A lo que iba es a decir que el precio del kilo de tortillas se elevó en 2 pesos. Parece poco, pero es un duro golpe para la economía de las familias pobres. Todo ha subido últimamente; la inflación en el país es ya rampante. La 4T culpa de esto a la pandemia, a la guerra de Ucrania, a la crisis norteamericana, pero lo cierto es que las condiciones de vida de los mexicanos pobres han empeorado considerablemente. “Por el bien de todos, primero los pobres” puede ser una bonita frase, pero no pone una tortilla en la mesa de nadie. Y en la de ninguno debe faltar esa “hostia santa” de que habló Fidencio Flores, quien sería en verdad el último romántico de no ser porque en todos los pueblos y ciudades del país hay todavía últimos románticos… FIN.
MIRADOR
¿Recuerdas, Terry, amado perro mío, cuando salvaste a aquella camada de gatitos de ser devorados por el tlacuache?
Estaban solos en un rincón de la galera —su madre había salido en busca de alimentos—, y aquel feo animal llegó de pronto. Tú te pusiste entre él y los recién nacidos, y tus ladridos de amenaza hicieron que el tlacuache se alejara.
Tú y la gata eran pertinaces enemigos. Pero ella alcanzó a ver lo sucedido, y entonces hizo algo que me maravilló. Fue hacia ti, untó su cuerpo al tuyo y ronroneó. Si no hubiera visto yo eso no lo habría creído.
¡Cuántos recuerdos dejaste de tu vida, Terry! Por eso no hay muerte para ti. Ahora que escribo esto siento tu presencia, y por la noche me parece oír tus leves pasos en la casa. Sigues con nosotros, aunque no estés ya con nosotros.
Recuérdanos, Terry, para que tampoco nosotros desaparezcamos.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
“…Pugnas entre los presidenciables…”
Todos luchan con denuedo
por suceder a Obrador.
No cometan ese error.
Lo decidirá su dedo.