Los enfrentamientos entre civiles y militares no son normales en ningún país libre. Pero en la Venezuela aislada del mundo, los ciudadanos saben que salir a manifestarse es ir a luchar en una guerra.
Con penas de hasta veinte años, el gobierno de Nicolás Maduro ha criminalizado las protestas y enjuiciado a cientos de personas que han perdido su libertad por pensar diferente al régimen. La lista puede consultarse en el sitio oficial del Observatorio Nacional de Derechos Humanos de ese país.
Pero cuando las protestas son tan masivas que no pueden ser reprimidas, los medios locales —los únicos cuya señal no ha sido bloqueada— sólo tienen permitido informarlas con titulares como: “Caracas bajo ataque terrorista” y señalando siempre a los manifestantes como enemigos terroristas o aliados de una nación extranjera que pretende invadir Venezuela.
Sabiendo todo esto, miles de personas han vuelto a tomar las calles de Caracas esta semana. Las escenas que muestran a las estatuas de Hugo Chávez siendo derribadas, a francotiradores disparando a las multitudes y a una ciudad envuelta en una nube gigante de gas lacrimógeno, han dado la vuelta al mundo.
Con una hiperinflación que en sus peores años llegó al 700%, una devaluación que ha obligado a la gente a utilizar el dólar en lugar de los bolívares, la ola de apagones, pobreza, violencia, inseguridad y escasez de medicamentos en los hospitales, resulta difícil creer que un pueblo ha elegido extender el mandato de su gobernante seis años más.
Es difícil imaginar a un venezolano yendo a votar en una desgastada casilla fabricada con un pedazo de cartón viejo, y que en ese momento no se detenga a reflexionar si realmente desea elegir la continuidad.
Y si así fuera, ese sería un asunto que sólo debería importarle a Venezuela. Pero la lucha ya no es ideológica. Los venezolanos no pelean sobre si el socialismo es mejor que el capitalismo, ni debaten sobre liberalismo o conservadurismo. La exigencia es una sola: la defensa de la democracia.
“Digan lo que nos digan, ya sabemos lo que pasó hoy en Venezuela”. Esta frase la dijeron incontables veces los civiles, periodistas, analistas y opositores la noche de la elección. Una elección que fue vista por el mundo desde el exterior. Y, tanto desde fuera, como desde dentro, la perspectiva fue idéntica: Nicolás Maduro perdió las elecciones. Pero, al mismo tiempo, existía el mismo pronóstico: Maduro no iba a reconocer su derrota.
Hoy, la Organización de Estados Americanos sesiona en una reunión de emergencia para discutir sobre el fraude electoral en Venezuela.
Armado contra ello, Maduro ya se ha adelantado a denunciar que habrá un intervencionismo extranjero en contra de él y de la revolución bolivariana. Pero el mundo ya está siendo gobernado por una cantidad inusual de personajes impresentables, y ninguna organización internacional se ha reunido para cuestionar su legitimidad.
El mundo no reprueba a Maduro por lo que es, ni por lo que piensa. Simplemente reconocen que él no es el líder legítimo del país que gobierna.