SAN JOSÉ, Costa Rica. (EL UNIVERSAL).- Víctimas de la desintegración de Venezuela por la crisis política y socioeconómica que recrudeció en 2014 y atizó una obligada migración al exterior de unos seis millones de venezolanos, abuela, madre y nieta se amarrarán este viernes en un saludo de «feliz año» en un drama de felicidad y tristeza.
Obligadas a separarse en Caracas desde febrero de 2018, la venezolana Irene Olazo Mariné, de 40 años, su hija, la costarricense Samantha Nazareth Caguaripano Olazo, de 8, y la madre de Irene, la venezolana Alicia Mariné von Büren, de 68, pudieron reencontrarse el pasado 2 diciembre en Costa Rica.
Alegres, volverán a disfrutar juntas de la despedida del año viejo y la bienvenida al año nuevo… pero sin ocultar el dolor que arrastran por una de las personas más importantes de su vida.
Irene es esposa, Samantha es hija y Alicia es suegra del venezolano Juan Carlos Caguaripano Scott, capitán de la Guardia Nacional de Venezuela.
En la clandestinidad a partir de 2014, Caguaripano fue encarcelado desde agosto de 2016 en su país por encabezar una sublevación militar en un ataque al Fuerte de Paramacay, en el centro-norte estado venezolano de Carabobo, contra el cuestionado gobierno del presidente venezolano, Nicolás Maduro.
«Las tres nos vamos a dar un gran abrazo de felicidad después de mucho tiempo. Pero por supuesto que es un dolor y muy triste que él esté en la cárcel», narra Irene a EL UNIVERSAL.
«Duele que Juan Carlos y cualquier otro preso político que haya pasado por todo lo que él ha pasado en cuanto a torturas. Nosotros nunca ni olvidamos ni abandonamos no solamente a Juan Carlos, porque indiferentemente lo que pueda pasar en una relación de matrimonio, él siempre va a contar con el apoyo mío y el de mi familia», aclara, al admitir que hay un deterioro en el nexo de pareja sentimental.
«La verdad es que la lucha de ellos es muy loable y admirable y tener los cojones de sacrificar hasta a su familia por un país eso no lo hace cualquiera», destaca.
Irene y Samantha viven en Costa Rica desde 2018 y, en un emotivo reencuentro, su madre y abuela finalmente pudo viajar a inicios de diciembre a este país, donde podrá permanecer 90 días. Se regresa el 26 de febrero de 2022.
«Mi mamá está muy contenta. El hecho de poder compartir con la niña es algo que ella no esperaba que iba a poder hacerlo porque estuvo más de dos años esperando que le entregaran el pasaporte y no se lo daban», insiste.
«Mi hija le dice ‘Apui’ a mi mamá. En los primeros días en Costa Rica ella le decía: ‘Apui’ pellízqueme para saber si esto no es un sueño’. Ella no podía creer que la abuela estuviese aquí», relata.
Persecución
Irene y Juan Carlos se casaron en 2010 y luego fueron enviados -él en misión militar y ella a laborar como fisioterapeuta en un hospital-al sureño estado venezolano de Amazonas. Por amenazas de la guerrilla colombiana contra su esposa, Juan Carlos decidió enviarla por seguridad a Caracas en 2012.
En un viaje a Costa Rica, donde tiene familiares, la pareja decidió que su hija naciera en este país. El objetivo fue retornar con Samantha con nacionalidad costarricense a Venezuela, en momentos en que crecía el descontento de Juan Carlos con el régimen chavista, que gobierna en Venezuela desde 1999.
La ruptura definitiva con el chavismo ocurrió en 2014, cuando también se le dio de baja, y ya su hija y esposa estaban en Caracas. Hastiado de lo que denunció en un video como «violación de la soberanía nacional» por parte de «agentes cubanos y grupos narcoterroristas extranjeros» colocados en la «administración pública y militar», Juan Carlos decidió irse en 2014 a la clandestinidad.
Irene y su hija, entre tanto, se fueron a vivir con su madre y abuela en Caracas. La situación del núcleo familiar se agravó abruptamente en agosto de 2016, cuando Juan Carlos encabezó el ataque a la base de Paramacay, cayó preso y permaneció, según Irene, en desaparición forzosa por 40 días.
La venezolana Irene Olazo Mariné se casó en 2010 con el venezolano Juan Carlos Caguaripano Scott, capitán de la Guardia Nacional de Venezuela preso desde 2016 en Caracas. (Cortesía)
Ya encarcelado en Caracas en Las Tumbas, una estación del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (SEBIN), el capitán solo pudo recibir en 2017 unas cinco visitas de una hora de Samantha. «Las visitas eran grabadas por el SEBIN. No le daban ninguna privacidad», describe Irene.
El 18 de enero de 2018, y en momentos de aguda tensión castrense en Venezuela por el alzamiento de militares descontentos con el chavismo y en un escenario de empobrecimiento, escasez generalizada de medicinas, alimentos y bienes básicos, Irene fue secuestrada en las afueras de una morgue de Caracas por agentes de la Dirección General de Contrainteligencia Militar (DGCIM).
Después de muchas horas, fue liberada en una calle caraqueña y tomó la decisión de huir de Venezuela con su hija. «Nunca me despedí de mi mamá. Vivíamos en la casa de ella en Caracas y tuve que salir. Un día le dije que ya volvía y nunca regresé. Duramos un día de viaje hacia la frontera con Colombia. Nunca me despedí de la familia, porque después del secuestro que me hizo el DGCIM y las amenazas que tuve, no quería que nadie supiera que iba a salir del país. La niña y yo nos fuimos sin ni siquiera avisarle a la familia que estábamos saliendo del país», rememora.
Por eso, el reencuentro de las tres del 2 de diciembre anterior cerró un ciclo de ausencia.
Samantha siempre tiene presente a su papá… en un lazo con esporádicos contactos telefónicos hasta la prisión donde su padre está recluido en Caracas.
«En las pocas comunicaciones que hemos podido tener, dejo que sea mi hija la que disfrute a su papá. La relación que él vaya a tener con su hija va a ser eterna. Los pocos minutos que a él le dan para poderse contactar yo dejo que sea netamente el contacto de él y la niña», subraya Irene.
En realidad, y mientras vivía en Venezuela, Samantha solo pudo compartir con su padre en escasas oportunidades, libre, preso o en la clandestinidad.
La niña confiaba que, el pasado 24 de diciembre, podría saludar a su papá.
Irene lamenta que la orden en El Helicoide, otro centro carcelario del SEBIN en la capital venezolana en el que sobrevive «estable de salud», frustró esa ansiada conversación del padre con su hija: «No se lo permitieron».