El síndrome primero.
Hace unos días, le llamé a P. para pedirle una pequeña terraza que tiene en su restaurante: nos apetecía una comida para tres, sin contacto humano; P. me contestó que estaba disponible, pero que como sea no hacía falta: desde que abrió su restaurante apenas se han parado allí pocos comensales, algunas moscas y al menos una vez un inspector sanitario. Fue una experiencia más bien desagradable.
Las medidas de protección impecables, el servicio casi vestido de cosmonautas, la cubertería desinfectada y envuelta en bolsas, los menús mostrados por un código en el teléfono de cada cual; no, no fue desagradable tampoco la comida, ni el vientecillo fresco de la tarde; lo que a mí me resultó asfixiante fue salir de casa, donde bien pudimos tener aquella comida de media tarde.
Aquí no, donde esto de la cuarentena fue más bien una payasada, pero en lugares donde el confinamiento fue una orden tajante, se reportan hartos desórdenes mentales, pues de repente ciudades enteras se llenaron de cuasi presidiarios en sus domicilios; muchos de ellos en países donde la gente común suele vivir en pequeños apartamentos de 50 o 60 metros cuadrados, sin más comunicación que con esos deprimentes patios interiores y pequeños balcones de calle.
Uno de ellos es el llamado ‘síndrome de la cabaña’, que para decirlo mal y pronto es el que ataca a esa gente a la que primero le angustió el encierro forzoso y ahora siente pánico de tener que volver a salir a la calle, ir al bar, a las reuniones de amigos o familiares, a la oficina, al parque, la playa y a donde sea que sale la gente.
La naturaleza de mi trabajo me obligó a salir a mi oficina, por algunas horas, casi todos los días, aunque mis salidas eran de ida y vuelta, sin paradas intermedias, sin reuniones de trabajo ni de ninguna índole; en cambio, a la fuerza y sin pensármelo mucho, dejé de ir al gimnasio donde hago ejercicio, de ir a las reuniones de tantos años de los viernes, de pasarme por la cantina para ver con quién me tomaba el par de copas… Más me dolió no tener mi visita de cada dos o tres semanas a las librerías, aunque nada a lo que no pudiera sobrevivir.
Digamos que la cuarentena esta que no lo fue tanto, me privó casi de contacto humano y hasta de cualquier visión de futuro; en un principio aquello era el crujir de dientes y los arranques de ansiedad, aunque me puse releer, di con el volumen dejado a medias de Gombrowicz (que no tengo una soberana idea de por qué lo dejé), pasé de Suetonio a Tácito, a las conferencias de Golding y a mis dos libros de cabecera: mi vieja Biblia ya descosida de tanto sobarla y mis Mitologías de Barthes.
Algo he ganado leyendo cada vez más pausa, como saboreando el bocado. Leo en Proverbios ‘que el impío huye sin que lo persigan’ y yo agrego que los paranoicos también tienen enemigos, mientras me relamo los bigotes con Tácito citando a César Augusto poco antes de estirar la imperial pata: ‘Espero haber desempeñado bien esta farsa de la vida’; luego esos ensayitos de Barthes sobre la crema facial, sobre el sistema de la moda, pero mejor que todos, esos sobre la lucha libre y sus héroes ‘no arquetípicos’ sino clásicos como griegos en estado puro.
Puedo decir que gestiono mejor el tiempo: trabajo, cocino, hago ejercicio en casa, leo, pinto, y hasta me queda tiempo para los ataques de angustia y los estremecimientos ante el futuro; en días largos como estos, como por arte de una extraña magia, las horas se alargan y se multiplican; y luego ya no quedan muchas ganas de volver a salir: para eso ya se inventó el servicio a domicilio y el Zoom.
Pero una cosa me parece perturbadora y aquí viene lo del hombre atormentado, yo que siempre fui de insomnios, no es que mientras me entretengo cocinando Sukalki de zancarrón de ternera o pintando mis cosas, o mientras escribo la novela de un escritor ya más bien entrado en años, un sujeto más bien despreocupado, esté atormentándome en dramas existenciales… Es un sujeto más bien cínico, misántropo pero a lo bonachón, más sarcástico que irónico: de ahí derivan los males de su alma: sin apenas sentido del drama, apolíneo y tan ajeno a Nietzche como a Kierkegaard: un sujeto que nadie puede identificar conmigo; lo que pasa es que en casa reportan que sufro una especie de licantropismo, que afortunadamente debe ir en sus etapas tempranas: aúllo por las noches.
Todavía no me salgo a asustar gente por los rincones y tampoco es que me llene de vello corporal y me crezcan los colmillos las noches de luna llena, sino que mi prole reporta que desde semanas a la fecha me pongo a dar alaridos nocturnos, como si el perseguido por seres monstruosos o inspectores tributarios sea yo. Me estaré convirtiendo en personaje de Boris Vian; ergo: me estoy desintegrando.
El zarévich dice que esto viene de lejos y que pensó que sería pasajero ¿De verdad no te acuerdas de que pesadillas te ponen a dar alaridos, noche sí y noche no?, me dice. Yo le contesto que amanezco, y así permanezco el resto del día, con la mente más bien en blanco. Aunque el asunto me inquieta: no sé si me están, en sueños, claro, sometiendo a torturas medievales o me imagino el país que nos va a quedar cuando pasen la crisis, la pandemia y la epidemia, que son tres cosas distintas.
Hoy me quedaré leyendo hasta el alba, así por lo menos dejo dormir a la parentela.