México, 27 may (EFE).- «Es como si volvieras a nacer», cuenta al borde del llanto David Román, un conductor de Uber de 36 años que ha pasado más de un mes hospitalizado por COVID-19 y que hoy recibe el alta en el Hospital Juárez de la Ciudad de México.
A su alrededor, no todos corren la misma suerte. Mientras él está a un paso de salir victorioso de la enfermedad, dos hombres se debaten en esa misma sala entre la vida y la muerte intubados hasta los pulmones. A merced del ventilador y su mecánica.
Con voz carrasposa, David era uno de los millones de mexicanos que no creía en el COVID-19, que acumula en el país 74.560 casos y 8.134 fallecidos, situándose ya entre las 10 naciones más afectadas por la enfermedad.
Hasta que le tocó.
«Decía que no existía, que era algo del gobierno, pensaba tonterías. Pero ya aquí y viviendo la enfermedad, pues se da uno cuenta que la realidad es muy fuerte», explicó este jueves a EFE horas antes de recibir el alta.
Con ganas de abrazar a su familia, David agradece al personal sanitario que le salvó la vida.
«Llegué a estar intubado», rememora.
A su lado, en otro soplo de esperanza, Lino Lara se alegra de que podrá por fin ver a los suyos de nuevo tras pasar trece días hospitalizado.
Pero lo hace veladamente, la sombra del COVID es demasiado larga, y el miedo se refleja en los ojos de quienes han logrado vencerla. «A los cuatro días no podía ni hablar», afirma este chófer de carga de 54 años.
Y repite lo mismo que su compañero David. «Que (los mexicanos) crean. Porque esto es una realidad y es bien difícil. Uno no puede respirar».
UN MICROCOSMOS
El ala norte del tercer piso del Hospital Juárez es un microcosmos en la lucha contra la enfermedad.
Hay quienes la superaron, otros todavía batallan. Hay también pérdidas. Tres en los últimos días, que fueron evacuados por la ruta de atrás, la de las defunciones.
La historia se repite en otros rincones de este hospital emblema de la capital que con 173 años de historia se reconvirtió en semanas en centro médico para enfermos de COVID con capacidad para 160 personas.
¿El denominador común? Un abnegado personal médico que enfrenta las circunstancias pese a no tener siempre las mejores condiciones, tal y como han denunciado desde que empezó la pandemia a finales de febrero, con protestas en varios puntos del país.
Pijama quirúrgico, gafas protectoras (goggles), mascarilla n95, doble guante, doble gorro, bata y botas desechables. Nada más colocárselo, la incomodidad es palpable, tal y como comprueba el equipo de EFE que acompañó a doctores y enfermeros durante su jornada de trabajo.
Es el caso de María del Carmen Cedillo, enfermera responsable de Hospitalización COVID-19, que no pierde ni el tesón ni la sonrisa pese a las complejas circunstancias.
«VAN CAYENDO»
José Antonio Fernández Vega es el encargado de Hospitalización COVID del tercer piso ala norte, con capacidad para casi 40 pacientes que son atendidos por un equipo de una veintena de doctores y enfermeras.
Si bien esta zona era para enfermos estables, en los últimos días la saturación ha sido tal que han debido adaptarla para críticos.
Es por ello que hoy en una misma habitación unos celebran la vida y otros desafían la muerte con el poco aire que les llega a los pulmones.
El aprendizaje es diario, expresa el doctor, lo que ha implicado acuñar nuevas terminologías.
En este hospital público llaman hoy zona blanca al lugar donde están los pacientes, la más peligrosa, y zona gris a los pasillos adyacentes. Unas líneas amarillas y negras marcan el área que divide a ambos espacios.
Fernández Vega no es ajeno a las epidemias. Vivió el brote de cólera en México en los años 1990 y la gripe AH1N1 de hace una década.
Ninguna experiencia pasada se asemeja a la del «impredecible» coronavirus. «Es terrible porque ves hoy un paciente bien, mañana lo tienes que intubar y a las pocas horas fallece», lamenta.
Además, continúa, los enfermos están aislados y a menudo piden al personal médico que les manden a sus allegados mensajes de afecto: «Somos los encargados de tener que decir estas palabras a la familia y se te comprime el corazón cuando ves que el paciente va cayendo».
EL IMPACTO EMOCIONAL
Unas flechas de color azul, rojo y lila salen del suelo de urgencias y se dirigen a tres rutas distintas: COVID-19 Hospitalización, COVID-19 Terapia y COVID-19 Imagen (para tomografías y estudios).
En realidad todo empieza aquí: en la sala de urgencias habilitada para recibir a enfermos o posibles contagiados de COVID-19.
Pero en ella reina estos días una extraña calma tras un fin de semana de locos. Tan de locos que llevó a saturar el hospital, zona cero de la pandemia en la capital, foco rojo nacional con cerca de 21.000 casos y 2.166 fallecidos.
De acuerdo con las autoridades sanitarias, la ocupación en camas de hospitalización general es del 67 % en la Ciudad de México, y del 55 % para las camas con ventilador (para enfermos críticos), aunque muchos centros médicos ya están rebasados.
«Nuestra capacidad hospitalaria de respuesta para pacientes COVID-19 está en riesgo de saturación, con una ocupación actual del 95 %», señala un cartel en la entrada.
Desde entonces, apenas se ha visto un alma dentro de urgencias. Aunque el personal, implicado, permanece atento a cualquier indicación.
Yuritzi Carranco es residente de segundo año de la especialidad de urgencias médico quirúrgicas. Tiene turnos de doce horas.
Ella ha dado a muchos pacientes su primera consulta, identificando junto a más profesionales el grado de avance de la enfermedad cuando llegan al hospital.
Detrás del cubrebocas y las gafas protectoras, Carranco muestra seguridad y tesón, e incluso se presta a tomar ella misma la cámara para grabar el área restringida de urgencias.
Pero no esconde una verdad inapelable tras semanas de lucha: el coronavirus pasa factura, física y emocionalmente.
«Ha sacado lo mejor y lo peor de todos, como personas y como médicos. (…) Ha sido doloroso porque hemos visto mucha gente morir. Hemos visto compañeros que se contagian y colegas de otros hospitales que han fallecido. Y hemos tenido que tomar decisiones complicadas», resume.
Pese al poso de tristeza que vertebra sus palabras, Carranco asegura no tener «miedo» y estar convencida que su labor ayuda al hospital, a su familia y a su país.
Del otro lado de la puerta que separa la zona para enfermos de COVID-19, Nancy Montesinos, enfermera responsable de urgencias respiratorias, bromea con algunas de sus compañeras que huyen despavoridas de las cámaras.
Lleva 25 años de trayectoria y se muestra sorprendida por la facilidad de contagio del coronavirus.
La enfermedad «llegó para cambiarnos a todos las expectativas» y enseñarnos «cómo hacer las cosas mejor», dice.
FAMILIAS QUEBRADAS
En las puertas de urgencias del hospital se habilitó un área informativa y una carpa donde los familiares de los enfermos esperan pacientemente su turno para ser atendidos.
Omar Hernández, jefe de servicio de Urología y responsable del informe médico presencial, da detalles a los allegados.
«Siempre tratas de explicar de la manera más sencilla. Les dices que son pacientes graves, que están en terapia intensiva y dependen de un ventilador. Que la atención es muy dinámica y los cambios pueden darse en minutos u horas», relata.
Las historias detrás de los familiares son desgarradoras.
Nancy Mendoza tiene una hermana, Estefanía, muy grave en el Hospital Juárez. Llegó tan mal que tuvieron que practicarle una cesárea y ahora tanto ella como su bebé, sietemesino, pelean por vivir.
«El informe que nos dan es que ella está estable y gracias a Dios va respondiendo al tratamiento», asegura una compungida Nancy.
Antes de ser ingresada hace una semana, su hermana aguantó tanto como pudo en casa por falta de sitio en los hospitales.
Varios integrantes de su familia enfermaron «uno por uno».
Nancy perdió a su madre y tiene a otra hermana en un centro médico del vecino Estado de México en graves condiciones. Afortunadamente, otra de sus hermanas está ya recibió el alta.
«Hay mucha depresión y tristeza en nuestra casa», reconoce la mujer, desolada porque no pudo despedirse de su mamá en persona, ni comenzar el duelo, debido a los protocolos para evitar contagios.
Nancy se derrumba y le dedica unas sentidas palabras: «Me hubiera gustado decirle que le doy las gracias por las hijas que formó y por la familia por la que peleó para que fuera unida. Fue una persona que en esta tierra dejó muchas huellas».
LA PRIMERA LÍNEA DE FUEGO
En una especie de almacén reconvertido ahora en un vestuario mixto, una decena de doctoras y enfermeros proceden al ritual del cambio de turno.
Mientras unos se despojan del uniforme desechable otros enfrentan el inicio de una nueva jornada en la que trabajan con la serenidad y la disciplina de un deportista de élite.
Una parte del primer piso del hospital que antes era para cuidados intensivos en general ahora se ha remodelado para atender a 23 pacientes con COVID-19.
«22», puntualiza el médico residente David Sanabria, quien reconoce que hace apenas unos minutos murió uno de sus pacientes.
En la zona cero de este hospital, la muerte pasea a sus anchas pese a los enormes esfuerzos del personal sanitario.
Según explica, menos de la mitad de los enfermos que terminan dependiendo de un ventilador vencen al coronavirus.
«Hacemos todo lo posible hasta que el paciente ya no puede más. Ahí nos rendimos», asevera el doctor de 30 años.
SIN TRIUNFALISMOS
Preocupados por el día a día y por salvar tantas vidas como sea posible, el personal médico del Juárez parece muy alejado del discurso oficialista de la pandemia, con curvas aplanadas y un plan de reactivación económica y social por fases a partir del 1 de junio.
La «nueva normalidad» en este hospital huele al gel antibacterial colocado en cada esquina y a las gafas de protección empañadas de sudor.
«Esto va por más tiempo. No sabemos hasta cuanto probablemente unos dos meses más. Y tenemos que esforzarnos, no hay de otra. Y aguantar», comenta Sanabria.
«Definitivamente, va a haber rebrotes porque la gente no está educada totalmente. Y la gente piensa que cambia el semáforo y todo se liberó», secunda Fernández Vega.
Y en medio de esta tensa calma hay minúsculos momentos para la broma y el cariño entre compañeros. Indispensables.
En uno de los pasillos, una enfermera tose sutilmente tapándose con el codo, protegiendo al resto.
«Uy, con cuidado no vaya a ser…», le bromea uno de los médicos.
«Gracias, eh, doctor. Es usted un amor», le responde, entre risas, la dicharachera mujer antes de entrar de nuevo al campo de batalla.
Entre intubaciones y prematuros adioses, se agradece esta dosis de humor negro como desafío al «pinche virus».
Así, continúa sin descanso la lucha en plena trinchera.