Mi abuela materna nació un 4 de julio, es por eso que la llamaron María del Refugio, aunque su madre desde niña le dijo Cuca y así se le quedó. Su mamá se llamaba Vicenta, pero le decían Menta.
Eran Mamá Menta y Mamá Cuca, la primera le enseñó a la segunda a despescuezar pollos y gallinas para preparar mole. ¡Ah, qué delicia de platillo!
A veces mataban las aves a mano limpia, dos o tres vueltas como quien exprime una toalla, después un fuerte jalón, nomás saltaban algunas plumas. En una mano se quedaban con la cabeza y en la otra el resto del pollo.
Mamá Cuca pedía que sus nietos estuvieran cerca de ella cuando colocaba el pescuezo de la gallina o del pollo sobre un trozo de riel, y luego de un certero machetazo o hachazo cortaba la cabeza del ave, para inmediatamente aventarnos el animal decapitado que nos correteaba por el jardín de su casa.
Hoy me acuerdo y me da risa, pero en aquel entonces me daba pavor.
Al final de su travesura quedaba un caminito de gotas de sangre hasta donde caía el pollo o la gallina. Ella levantaba el animal y luego lo desplumaba en agua hirviendo mientras se reía recordando el susto que nos había metido en complicidad con sus hijas e hijos.
Mi abuelita sabía divertirse y divertir a sus nietos.
Mamá Cuca falleció y todos le lloramos. Se fue rápido. No hizo mucho brete para morirse. Una recaída en su salud, ingresó al hospital y horas después murió.
Tres de sus hijas andaban en un retiro espiritual cuando ella murió. No tuvieron chance de despedirse. Bien decía: hijos que no están presentes no ven morir a sus padres.
Siempre se les ingenió para tener a la familia unida. Era muy mitotera. Organizaba largos viajes en ferrocarril al norte del país, después excursiones en autobús para visitar a la Virgen de Guadalupe y a la tía monjita.
A todos sus hijos y nietos nos consentía de alguna u otra forma.
Cuando era muy niño me regaló una gallina negra.
Después, ya estando en primaria, me regaló un cerdito negro que echó en un costal.
A la gallina me la comí en caldo sin saber que era ella. Mi Gorda Madre me avisó después de la comida. Busqué a mi mascota de plumas negras para darle sorgo y fue cuando me dijo que esa mañana la había matado. ¡Qué coraje! Desde ese día no me gusta el pollo. Me traumó.
Del cerdito negro, luego de lo ocurrido con mi gallina negra, sí me avisaron que sería sacrificado. No me encariñé con el puerquito, no me convenía.
Aprendí muchas cosas de Mamá Cuca, pero estoy seguro que pude haber aprendido más.
Cada 4 de julio sé que un día como ese ella nació. Que me heredó algo de su cabello rizado y piel morena. El gusto por andar descalzo y narrar historias.
Era una mujer que sabía ahorrar. Debajo de su cama, en una cajita metálica, tenía sus ahorros. Nos daba domingo, pero esas monedas regresaban a ella en cuestión de minutos. Mamá Cuca puso un puesto de dulces, así que los pesos que nos daba volvían a ella inmediatamente.
Con el paso de los años su cuerpo se fue encogiendo.
Mis primos, sus nietos, llevamos en hombros el ataúd de Mamá Cuca hasta su tumba. Han pasado los años y la seguimos cargando. No nos pesa, es como una especie de blasón, un honor llevar su sangre. Todos estamos orgullosos y agradecidos con ella.