Hablando de supersticiones, dentro del ámbito taurino es algo casi normal que la mayoría de los matadores, subalternos, ganaderos y hasta empresarios tengan la creencia de que un gato negro, una víbora, el color amarillo, el poner un sombrero o la montera encima de la cama, ver un funeral camino a la plaza o ver a una persona que le falte un ojo, son de mal fario.
Lorenzo Garza, a quien se le conocía también como “El Ave de las Tempestades”, fue un torero con personalidad única, con mucha clase en su expresión taurina y con un carácter mucho muy impulsivo que muchos problemas le trajo a lo largo de su vida, pero también fue muy supersticioso. Lorenzo fue amigo personal de José Pagés Llergo, quien fue un reconocido periodista de los años 70 y director del semanario “Siempre”, y su hijo José Pagés Rebollar publicó en el libro “Los machos de los toreros” referente al polémico diestro lo siguiente:
“Yo no tenía ninguna idea (de las supersticiones), pero cuando vine a la Ciudad de México por primera vez, siendo un maletilla aún, después de mi debut se me acercaron los estudiantes regiomontanos que vivían aquí y me dijeron: ‘Oye, Lorenzo, ¿por qué no te vienes a vivir con nosotros a nuestra pensión? Después de todo es mejor que la tuya, a nosotros nos dará mucho gusto verte salir de torero’. Agradecido les contesté: ‘si ustedes me lo permiten, claro que acepto. Me conviene’. Y me convino en principio pues ellos me querían bien y me tenían el cuarto arreglado. Sin embargo, las cosas cambiaron cuando llegó la ropa de torero que yo había alquilado pues no tenía propia. Los estudiantes empezaron a ponerse la chaquetilla, otro cogía el capote, otro salía a la calle con la montera, era una verdadera juerga para ellos. Entonces, don Samuel Solís, mi apoderado, que estaba a la sazón en mi cuarto, dijo: ‘¡Lorenzo, que no te cojan la ropa de torear éstos, es de muy mala suerte!’. Yo le respondí: ‘Adviérteselos tú porque son mis paisanos y me da pena decirles que no los cojan’. Pasada la impresión don Samuel se encargó de que los muchachos no tomaran la ropa de torear y todo parecía arreglado. Llegó el día de la corrida, me vestí de torero y me fui a la plaza. Esa ocasión, gracias a Dios no me hicieron nada las puntas de los pitones, corté las orejas a ambos toros y afuera de la plaza había una pelotera. La siguiente ocasión las cosas me fueron muy diferentes. La ropa de torear me llega en sábado en lugar del domingo en la mañana y aquello fue una juerga para los muchachos nuevamente pues se ponían y quitaban las ropas, y salgo a la plaza para torear junto a Julio Mendoza y Edmundo Zepeda con tan mala estrella que el toro me quiso echar mano y como se le dobló la patita en el lance me cayó encima. Perdí el conocimiento.
Conmocionado en la enfermería supe de mí hasta las 5 de la mañana y Samuel Solís se la pasó culpando a los estudiantes aunque yo aún me preguntaba si habían sido ellos por tocar el traje de luces o yo por haber dado mal el lance. De esta manera se fue centrando en mí esa cosa de la superstición que desde entonces no me abandona. Pero eso no es todo, una vez estando aquí en México compré un Cadillac azul, último modelo, que por aquel entonces costaba 6 mil 500 pesos. Cuando iba saliendo de la agencia se me acercó una señora y me dice: ‘Oiga, matador, ¿no quiere usted asegurar su carro?’. Yo le repuse que no, que gracias, que el auto iba a estar encerrado mucho tiempo porque yo ya me iba para España. Total, que como a 600 metros de la agencia un tipo choca contra mi auto, le sume la portezuela y sale gritando angustiado pues me había reconocido: ‘¡Matador, esto va a ser mi ruina!’. Yo nada más le dije: ‘¡Váyase, usted váyase!’. Volví a la agencia con el carro torcido para ver en cuánto me lo tomaban y saqué un Buick último modelo, color granate, pagando desde luego la diferencia, y ese sí me duró. El color azul, como podrán apreciar, ha sido determinante en mi vida y de ello le voy a dar otro ejemplo: Pocos días después del detalle del Cadillac me fui a España. Yo quería salir al ruedo con ropa nueva aunque llevaba bastante que ponerme el día de mi presentación porque éstas son satisfacciones que tenemos los toreros y los artistas, salir muy bien presentados. Me voy al sastre y como coincidencia sólo había un terno azul que estaba destinado a Domingo Ortega y que me dieron a mí junto con otros tres ternos. El día de la corrida en la Monumental de Madrid me caló el terno azul, sale el toro y me revuelca, me rompe la taleguilla, y me maltrata sin mayores consecuencias. Corté una oreja. Viene la segunda corrida en Madrid y la lidio con un traje lila y oro tan precioso que hasta bonito me veía yo con lo feo que soy. Esa tarde corté 2 orejas. Sale un contrato para Barcelona y repito el traje lila y oro, muy bien rodó todo. Vuelvo a Madrid y lidio con el terno verde y oro, la tarde superior. Regreso a Barcelona con un traje azul nuevecito y me pega una cornada el toro. Treinta días estuve entre la vida y la muerte y, viéndolo así, sobre la marcha, parece que no pero la superstición sí influye en la vida de uno. Y uno ya no la abandona.
“Yo tenía un perrito pequinés como mi mascota. Cierta ocasión que iba yo a abordar el avión llevaba yo el perrito y el capitán de la nave me dice que no puedo subir al aparato porque llevaba yo al perrito. Yo sólo respondí: ‘Lo siento mucho, no tomo el avión, porque si lo tomo sin el perrito el avión se cae’. El capitán, afortunadamente me comprendió y me dijo: ‘siendo así, pase usted con todo y perro’. ¿Ya ve usted, cómo me han pasado cosas muy bellas en la vida y también cosas tremendas? Sucede que yo compré doscientos cincuenta mil metros en Puerto Marqués, entre el revolcadero y la Cañada de Majagua. Ese predio era mío, pero me lo invadieron y hubo una persona que me dijo, al ver mi problema: ‘Matador, hay que colaborar con tanta lana para obras y además bardear’. Convencido de que no había más camino que aceptar, respondí: ‘Cuente usted con esa cantidad, sólo que por el momento no la tengo, voy a Sudamérica a torear y al regresar ya tengo la lana’. Todo resultó inútil porque ya estaba invadida mi propiedad que adquirí, y no pude recuperar.
“Lo vivido por mí en el juego de azar me hace creer más en la suerte y en el destino. Cierta vez me equivocaron, me llevaron a uno de esos garitos llamados ‘brincos’ y comencé a jugar. La noche avanzó y a través del tiempo me di cuenta de que había perdido una barbaridad y de que era dinero de mis hijos. ‘Cómo lo recupero, Dios mío, cómo lo recupero. Un seguro de vida, quizás, un seguro por un millón de pesos y luego me dejo caer por una barranca —así decía yo—. Sólo así puedo devolver el dinero a mis hijos pero va a haber un problema, pues a lo mejor no lo reciben por algún problema con las compañías aseguradoras’… Le digo, que soy un hombre de suerte y que creo en el destino: cuatro días más tarde llega un señor y me dice: ‘¿Quieres torear? El señor Cossío quiere que tú torees’.
Inmediatamente me dije: ‘allí está la solución, allí recupero el dinero para mis hijos’. ¡Hacía diez años que no toreaba! Como es de suponerse, me entrevisté con Cossío, quien me dijo sin más preámbulos: ‘Lorenzo, quiero que torees’. Yo le respondí que sí, que me diera tiempo para entrenar, pero él me dijo que no, que me presentara el siguiente domingo, porque estaba perdiendo 60 o 70 mil pesos en cada corrida. Yo acepté y le dije que mis honorarios se los iba a pedir en dólares, ¡diez mil dólares libres!
“Pactamos el contrato, cosa muy peculiar, se firmó en una servilleta con tres corridas como base y dos opcionales. Así lidié las cinco corridas del contrato y así recuperé el millón y medio para mis hijos. Excusé decirle, que a don Moisés Cossío le temblaba la mano al extenderme el cheque ya que en aquel entonces, 1968, esa cantidad era mucho dinero”.