Veracruz (México), 15 ago (EFE).- En las entrañas de una vieja hacienda española en el oriente de México, un escandinavo llamado Per Anderson va contra corriente del mundo digital y de manera artesanal fabrica papel de calidad para obras de arte y serigrafía.
En la zona cafetalera de Coatepec, en la región montañosa central del estado mexicano de Veracruz, se erige La Ceiba Gráfica, un oasis con olor a antiguo, con aromas que remiten irremediablemente a libros y a esas librerías cada vez más en desuso.
De la mano de Anderson, un hijo de exiliados de la segunda guerra mundial nacido en 1946 en el sur de Suecia, el taller preserva técnicas milenarias para crear papel de algodón y árboles, así como tintas y grabados que cuentan con reconocimiento mundial.
«En el mundo de la gráfica digital, todos dependen de las últimas versiones de software y su compatibilidad con la impresora; uno se convierte en un prisionero de su mercadotecnia», lamenta en entrevista con EFE el hombre con más de la mitad de su vida en México.
Una maraña de potentes raíces de árboles ceiba rodea la exhacienda de La Orduña, una estructura edificada en 1546, entregada en comodato por el Gobierno local a la asociación civil de Anderson.
En la antigua, mas no vieja, casona, se integró el Museo Vivo de Papel y talleres de serigrafía, un centro tradicional de producción de enseñanza, investigación, exposición en técnicas sustentables de grabado y litografía.
«En América Latina no puedes comparar la capacidad tecnológica con otras potencias y entonces ¿por qué siempre vernos situados en el último peldaño en la escalera? Preferimos ser cabeza de ratón y no cola de león: disponer de recursos expresivos propios que nos brinde autonomía e independencia», dice orgulloso.
Y el lugar se convirtió en un semillero de nuevos talentos y de miles de hojas de distintos formatos y tonalidades para que artistas se expresen y mantengan la memoria histórica de sus creaciones para la posteridad.
«El material y la intención expresiva se hacen una unión que hacen de la obra única; el papel es parte de la solución artística», expresa con pasión.
Con el uso de recursos locales, con la participación de miembros de la comunidad y la integración de distintos tipos de conocimiento, La Ceiba Gráfica produce tres variedades de papel artesanal a base de algodón para la técnica de litografía, acuarela y grabado.
Y desde sus entrañas surge un papel de origen japonés con producción propia de árboles para el uso de la técnica Huachi; papel óleo con un gramaje hasta de un kilogramo, todo ello preservando las enseñanzas milenarias chinas y árabes.
«Dejar plasmada una idea, hacerlo perdurar en el tiempo es extraordinariamente poderoso», subraya.
En la enorme galera, rodeado de cientos si no es que miles de hojas y de raras -a la vista de los extraños- máquinas de metal, Joshimar Torres, un muchacho de 25 años de oficio papelero, forma parte del proyecto autónomo y autosustentable.
«Es algo muy raro hacer papel, pero a la vez muy padre, es recuperar este oficio para las artes y me llena de orgullo que hacemos un papel donde artistas van a plasmar sus ideas, sus pensamientos», dice.
Con cinco años de experiencia, forma parte de la familia de este trabajo colectivo que concentra el papel artesanal, el rescate de técnicas antiguas para la impresión.
«Es el soporte en el que van a quedar plasmadas las vivencias, ideas, creación de todo tipo del quehacer humano, podemos imprimir una imagen, pero también poesía sobre el papel y es algo que se va a quedar ahí», agrega.
Joshimar es uno de los alumnos de Per Anderson, el sueco-mexicano que trabajó el proyecto 40 años atrás al descubrir que eran escasas las alternativas para los estudiantes de arte poder armar su propio taller por el alto costo que representaba.
Era necesario exportar prensas y rodillos de Estados Unidos, piedras litográficas de Alemania, tintas francesas, papeles de Italia o Francia con «una total» dependencia.
«No había antecedentes de una tecnología alternativa y empezamos desde cero», rememora.
Obreros, artesanos y amigos aportaron su granito de arena para conformar maquinaria y técnicas propias.
Las piedras litográficas alemanas las reemplazó con mármol del municipio serrano de Tatatila; en las costas del Golfo de México encontró arena sílica dura para pulir mármol.
De la cáscara de la naranja extrajo terpeno para lavar imágenes; el cuero para rodillos salió de ranchos locales; pigmento negro para crayolas se extrajo de panaderías locales; las máquinas surgieron de desecho ferroso de la multinacional Coca Cola.
«Comenzamos a dar soluciones a aparatos muy caros, fue un camino a base del propio ingenio, un camino largo», asegura Anderson, un hombre curtido en la postguerra europea, formado en la populosa y violenta colonia Neza de la capital mexicana, con profundas raíces izquierdistas y revolucionarias centroamericanas.
Arropado por un pueblo, reconoce el trabajo de Timothy Barret, el reconocido fabricante de papel estadounidense y del maestro papelero español Juan Barbé por su comprensión por el material fino y experimentado, pero -afirma- «nosotros somos más prácticos y la producción de papel forma parte de un todo».