Uno de los pocos consensos logrados por los representantes de la ciencia económica es el de que, en etapas evolutivas, el grueso de los agentes económicos actúan bajo la presunción de que cualquier intercambio debe hacerse de mutuo acuerdo y con ganancia para ambos participantes, pero que en épocas donde se alcanza cierto bienestar el principal móvil económico es el del egoísmo, que es el único punto donde podemos encontrar un mínimo acuerdo entre las teorías de Keynes, de Friedman, Galbraith, Hayek y hasta Amartya Sen, quienes ya luego difieren en sus recetas para lograr el crecimiento de determinada economía en determinado momento.
Adelantándose a todos ellos, en el supuesto suyo de que esto de la economía tampoco tiene chiste y basta la bondad presumida para hacer que las personas se comporten como ángeles, tales como su hermano Pío y su consentido David León, y dando por cierta la sentencia paulista de que “todo es puro para los puros”, el mandatario insiste en que la economía y la realidad misma han de cuadrarse a su pensamiento y ya está pensando en patentar su “economía moral”, por cuyo influjo el hombre dejará su egoísmo y su ambición, desaparecerán la violencia, la corrupción y hasta el cáncer infantil.
Pero la terca realidad es lo que tiene, esas ganas de no someterse a los delirios de sujetos de toda catadura que han tenido, y tienen, el denominador común de pensar que su palabra es la ley, y que desde que el mundo es mundo se han sentido capaces de detener el sol para ganar una batalla o ordenarle al mar que se abra para que puedan pasar sus huestes.
Y he aquí una muestra de lo que está pasando, sobre todo porque algunos “malvados fifís”, de esos que estudian en el MIT, en Oxford, la LSE o Stanford, no le creen a nuestro Presidente y ahora tenemos otra calamidad más que sumarle a las -¿cuántas van?- plagas bíblicas que azotan a nuestro país y que consiste en la salida masiva de capitales de nuestro país, tanto de inversores domésticos como de inversionistas internacionales.
Lo dice Banxico, que es el que lleva las cuentas, y entre los meses de abril y junio pasado salieron del país 8 mil 710 millones de dólares, que es más del doble de lo que se llevaron los inversores durante aquella crisis de 1994-95, durante la transición del Gobierno de Salinas al de Zedillo, cuya profundidad fue tal que, con el nombre de “Efecto Tequila”, sacudió a la economía mundial; crisis durante la cual, para el mismo trimestre, se fueron de México 3 mil 370 millones de dólares.
Ya se dirá que la culpa es de la pandemia, lo que puede ser cierto parcialmente, aunque habrá que considerar que la economía global está afectada y no es que otros mercados de capitales resulten del todo atractivos, aunque los que decidieron trasladar sus fondos seguro lo hicieron pensando en buscar mercados menos riesgosos que el nuestro.
Los analistas ven, amén de los efectos de la pandemia, que los inversores observan el deterioro del estado de derecho en México, menores condiciones para la libre competencia y un deterioro general para el clima de negocios, lo que se traduce en lo que llaman “adversión al riesgo”, una vez que en este país el riesgo tiene nombre y apellido.
Junto a ese dato el INEGI da el adelanto de los indicadores económicos para el bimestre pasado, con un estimado de una caída del PIB del orden de los 18.7 puntos porcentuales, la más pronunciada desde que en este país se miden las variables económicas, fruto sí de la crisis sanitaria pero también de la inexistencia de medidas por parte del Gobierno federal para paliar la caída.
No sabemos en qué consiste la “economía moral” de AMLO, pero parece que resultados positivos no ofrece, así que tampoco es que en los siguientes meses veamos a los economistas, ministros del ramo, catedráticos, encargados de fondos de inversión, ni a nadie en su sano juicio haciendo cola para comprarle su receta.