No se puede decir que sea una ocurrencia de AMLO eso de buscar un modelo alternativo de medición del desarrollo de una nación, pues muchos economistas han reparado en que la medición del PIB se limita a medir el crecimiento y no otros indicadores de desarrollo, ni tampoco lo del índice de la felicidad, que fue creado en el reino de Bután y recién hace unos años instituido por el dictador venezolano Nicolás Maduro, e incluso medido por la ONU, que sin embargo incluye la primera variante justamente del PIB per cápita, además de otros factores, como el acceso a la educación y la salud, la esperanza de vida saludable y la seguridad.
No resulta ni siquiera sospechoso que el mandatario apele ahora a esta medición, cuando sus proyecciones sobre el PIB han sido incumplidas una por una, pues la lógica es aquella de la novela “La guerra del fin del mundo”, donde los fanáticos seguidores de Antonio Conselheiro, que buscan restaurar una sociedad basada en los principios cristianos, se alzan en la selva brasileña bajo el grito de guerra de “¡abajo el Sistema Métrico Decimal!”, pues cuando una calificación no nos conviene, pues qué mejor que inventarse una para aprobarse uno mismo, cuan más subjetiva y moldeable, mejor.
El problema con la nueva idea presidencial es que el PIB se usa como parte de un sistema global que compara las cuentas nacionales, expresadas ahora todas mediante el PIB, el ingreso per cápita y otros indicadores, y a la hora de ver asuntos como la paridad de nuestra moneda, por ejemplo, no podemos nosotros alegar que mientras el mundo cuenta con manzanas, nosotros lo hacemos con peras, así de claro.