Para haber sido un funcionario disfuncional y poco eficaz, la salida de Alfonso Romo de la Oficina de la Presidencia, ha tenido una reacción desproporcionada. El sector privado lamentó la renuncia través de sus organismos cúpulas, mientras que en los medios de comunicación fue motivo de amplia cobertura. El interés público que causó su salida subraya de manera subliminal lo que significa la formalización de una renuncia que se sabía estaba sobre la mesa y era cuestión de tiempo. En dos ocasiones previas Romo la había presentado; la primera, muy joven el gobierno, que le rechazó el presidente Andrés Manuel López Obrador, y la segunda en julio, donde la aceptó pero con una petición: esperar a diciembre para hacerla efectiva.
La importancia de la renuncia rebasa por completo al cargo y al encargo, que era el ser enlace de la Presidencia con el sector privado. Su salida enfatiza el desprecio que tiene López Obrador con la clase empresarial, con la que nunca ha querido tener una relación institucional y considera como sus enemigos históricos. Su visión ideológica y anacrónica sobre el capital privado y los prejuicios que lo llevan a equiparar rupestremente a los empresarios en general con la corrupción, lo ha marcado toda su vida, y utilizó a Romo no como un vehículo estratégico de comunicación con los empresarios, sino como un instrumento para hacerles sentir que los oía, sin que realmente le interesaran.
López Obrador se aprovechó de Romo, quien tuvo aspiraciones políticas para que, en forma indirecta, pudiera incidir en la toma de decisiones. Apoyó a Vicente Fox en 2000, pero se decepcionó pronto de él. Se acercó a Movimiento Ciudadano para hablar de alianzas y candidaturas presidenciales, sin llegar a nada. Se sumó al esfuerzo de López Obrador en las campañas presidenciales en 2006 y en 2012, donde le ayudó a matizar el discurso agresivo contra la clase empresarial, que continuó haciendo en la de 2012, donde además le acercó a varias personas que le resultaron funcionales, como Tatiana Clouthier.
El Presidente le agradeció a Romo ese apoyo, que se vio claramente cuando en la campaña de 2018, en una reunión con el Grupo Monterrey, le dijeron que tendrían diálogo con él, pero que cambiara a su enlace. López Obrador rechazó la sugerencia y les dijo que sería Romo con quien hablarían para mantener la relación con él. Lo apoyó también en el pleito intramuros con el primer secretario de Hacienda, Carlos Urzúa, a quien derrotó políticamente en tándem con el consejero jurídico, Julio Scherer, con quien tenía una vieja amistad que nació de un cercano amigo de ambos, Pedro Aspe, secretario de Hacienda en los 90’s.
Por todos los antecedentes, Romo se veía como muy cercano a López Obrador, y con ascendencia sobre él, pero rápido se dieron cuenta que no era así. El momento que definió la relación con los empresarios fue la consulta que organizó López Obrador para que la gente –en realidad 70% de chiapanecos- decidiera si se construía o no el aeropuerto de Texcoco escasos dos meses antes de asumir la Presidencia, donde ante el nerviosismo de los inversionistas le dijo a Romo que iba a salir positiva para su construcción. Así se los comunicó, y ya sabemos lo que sucedió.
Mensajes cruzados que lo fueron desgastando incluyeron la cancelación de la nueva planta de Constellation Brands en Mexicali, la eliminación propuesta del outsourcing, elevar la evasión fiscal al rango de delincuencia organizada, y los continuos cambios de reglas en el sector energético. Este, quizás, fue el punto de quiebre, por la gravedad de los incumplimientos de López Obrador con los empresarios. Cambiar las reglas sobre la marcha, provocó que en la cena que le organizó el presidente Donald Trump cuando lo visitó en la Casa Blanca, los dos primeros empresarios estadounidenses que tomaron la palabra, fue éste el tema que le plantearon si quería seguir teniendo sus inversiones.
López Obrador les dijo que lo vería y ahí mismo le encargó a Romo el seguimiento. Esa muestra de confianza era una simulación, y quienes fueron a la cena lo sabían. Romo acompañó al Presidente, pero en la cena lo sentó en la última mesa del salón, junto a funcionarios de menor rango, lo que para la mayoría de los presentes, que entienden de protocolos, fue la prueba final que Romo era inexistente en términos de capacidad de maniobra en Palacio Nacional.
Lo sabía perfectamente él. Hasta julio pasado, cuando aceptó la petición de López Obrador de formalizar la renuncia hasta diciembre, Romo pagó la nómina de sus colaboradores. Es decir, para efectos prácticos, la oficina ya estaba cerrada. Que dejara de operar institucionalmente, como se pudo apreciar, no alteró el rumbo del gobierno ni inquietó al Presidente, que continuó llevando a cabo las políticas y prácticas con las que Romo había discrepado. Oficialmente seguía funcionando como ventanilla del sector privado con el Presidente, pero era para cubrir meramente las formalidades e intentar en la medida de sus posibilidades, buscar matices en las decisiones de López Obrador.
Muy poco se ha logrado, y no necesariamente por su intervención. Para López Obrador era tan irrelevante el cargo, que ayer anunció que desaparecería la Oficina de la Presidencia. “Ya no hace falta”, dijo, porque lo seguiría ayudando con el sector privado. Tampoco es cierto. Por ejemplo, no tiene participación alguna en el tema del outsourcing. La desaparición de la Oficina emite una señal ominosa. Si bien jamás tuvo el peso de una oficina de esa naturaleza, envía otra señal ominosa, al terminar el Presidente de cerrar la puerta institucional a los empresarios, a quien irá minando y acotando lo más que pueda para evitar, como lo dice en reuniones privadas con algunos de sus representantes, que el próximo gobierno les devuelva lo que les quitó.
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