El nombre es tan ambiguo que si uno no tiene el contexto, todo lo que produzca puede parecer distante o poco relevante. Pero la denuncia de la “Comunidad de Inteligencia” de Estados Unidos el martes no es para echar en saco roto. En su reporte anual sobre la evaluación de amenazas para Estados Unidos, coloca por primera vez a los cárteles de las drogas mexicanos al nivel de peligrosidad y riesgo de las organizaciones terroristas, Al Qaeda y el Estado Islámico, y recoge lo que se denunció el año pasado en México y fue soslayado por las autoridades: la participación directa del crimen organizado en los procesos electorales, y su crecimiento que les permite financiar la compra del Estado Mexicano, si no se les pone un alto.
La Comunidad de Inteligencia la componen 18 organizaciones civiles y militares, además de oficinas específicas en otras siete dependencias, que recopilan información en el mundo y desde el espacio para que el presidente de Estados Unidos tome decisiones de política pública. Opera bajo la coordinación de la Dirección Nacional de Inteligencia, que se encuentra dentro de la Casa Blanca, donde revisan las evaluaciones de todos los miembros, cruzan la información y miden su impacto a la seguridad nacional, y producen un reporte desclasificado que no sólo sirve como mapa de riesgos, sino como mensaje para aquellos que están en posiciones de hacer y no están haciendo nada.
En el caso mexicano, la evaluación señala que “las batallas por las plazas entre las OCT (organizaciones criminales trasnacionales) mexicanas para controlar las rutas de las drogas y territorios, hay resultado en tasas sólidas y altas desde 2018, que con cuatro veces la tasa de homicidios en Estados Unidos”, contradiciendo las declaraciones oficiales de que se han contenido los asesinatos dolosos y que hay una tendencia a la baja. “En algunas partes de México”, agrega la Comunidad de Inteligencia en la parte más ominosa de su evaluación, “las OCT están usando miles de millones de dólares de las ganancias de la droga para intimidar políticos e influenciar elecciones, así como para reclutar a combatientes capaces de confrontar directamente a las fuerzas de seguridad del Gobierno”.
Está muy claro lo que le están diciendo al Gobierno de México. Los cárteles de las drogas están conquistando territorio y se están involucrando en la política electoral para decidir quién gobierna qué para que responda a sus intereses, no mediante la vieja práctica de plata o plomo, sino como parte orgánica del crimen organizado. Los políticos, como hay casos en Estados como Sonora, Sinaloa, Jalisco, Michoacán, Oaxaca, Zacatecas y Veracruz, no tienen opción, porque no hay un Estado Mexicano que pueda blindarlos y defenderlos. Hay alcaldes que cuando han recibido las propuestas de nombrar a militares como responsables de la seguridad, responden que no pueden hacerlo porque tienen más miedo a los jefes de los cárteles que a los jefes de las Fuerzas Armadas.
El Estado Mexicano, no sólo el Gobierno federal, ha perdido la batalla contra los cárteles de las drogas por omisión, la mayor parte de las veces, o porque las alertas que dentro de las instituciones se han levantado sobre la penetración del narcotráfico en el sistema político, han sido desatendidas. Tampoco parece haber un diagnóstico certero, o deliberadamente insuficiente, para entender la nueva realidad del negocio de las drogas. El mejor ejemplo de ello es lo que sucedió como externalidad con las mega obras del Tren Maya y el Canal Interoceánico, que hizo voltear los ojos a los cárteles de las drogas hacia el sur del país.
Durante décadas, el sur del país no significó un territorio que necesitaran controlar, porque la droga que entraba por la frontera con Guatemala o por las playas de Oaxaca, no alteraban la escala del negocio. Por esa razón, visto de manera somera, el número de homicidios dolosos vinculados al crimen organizado era irrelevante frente a la tasa en el centro y el norte del país, donde entre más cercanía había con Estados Unidos, el principal mercado de consumo de las drogas mexicanas, más difícil y costoso introducirlo, pero también más lucrativo el negocio.
Las mega obras presidenciales en este sexenio cambiaron el estatus quo. El narcotráfico es un negocio, y para que funcione requiere de buena logística y transporte. El Tren Maya y el Canal Interoceánico son un sueño que los cárteles no habían imaginado: la posibilidad de mover fentanilo y precursores químicos de China, la India o los superlaboratorios en Jalisco, a través de una ruta de 200 kilómetros al Golfo de México, que les permitirá surtir toda el este de la Unión Americana con rapidez y menor costo. El Tren Maya le abrirá la puerta a Cancún, por donde, en palabras de militares, “entra todo”, desde drogas que llegan de Colombia, Venezuela y Perú, hasta eslavas y sudamericanas para la trata, que podrán moverse fácilmente hacia el centro del país.
Los cárteles ya no necesitan de protección policial o judicial, sino de un andamiaje orgánico. Los miles de millones de dólares que inyectan a las campañas y que de acuerdo con la evaluación, se incrementarán, les permitirá tener toda la cadena ilegal y legal para esos fines. En algunos municipios esto ya opera. En Valle de Bravo, por ejemplo, no hay construcción que pueda llegar al final si los materiales no los abastecen las empresas que controla La Familia Michoacana. En la zona del Istmo de Tehuantepec y en Los Altos de Chiapas, la guerra es entre los cárteles de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación.
El Presidente debe hacer algo, aunque mantenga públicamente el discurso de abrazos no balazos. De otra forma, la advertencia enviada desde Washington de que México camina hacia un Estado controlado por el narcotráfico podría cobrar forma con otro tipo de presión. Quizá no lo crea, pero tres mil 200 kilómetros de frontera común con los cárteles tomando las decisiones en México, es algo que definitivamente no van a permitir.