Esa noche recordó su vieja libreta de la secundaria que usaba como diario, y en silencio leyó lo que había escrito años atrás, aquella tarde soleada que tomó la pluma y realizó ese escrito, las promesas que se hizo siendo una adolescente.
Ahora, con la oscuridad sobre su espalda y el cáncer recorriendo sus venas, esas metas que se fijó para cuando llegara a la adultez, eran imposibles de alcanzar.
Tenía los días contados, estaba desahuciada.
Recibió su cumpleaños 21 en la habitación del hospital. No pudo dormir a pesar del cansancio. Sintió miedo, un temor que no había sentido antes, creía que si cerraba los ojos no volvería a despertar y ella quería ver la luz del sol filtrarse por las cortinas de la ventanas.
Fue una larga madrugada. Supo que no tendría el enorme perro con el que soñó recorrer los parques y las playas. Ese viaje de mochilazo a Europa se iba a quedar en una promesa de tinta en papel, Roma, París y Londres se veían más lejanas que nunca.
Recordó el renglón del salto en paracaídas, ese salto prohibido por sus papás porque arriesgaría su vida, sonrió ante la ironía…
No terminaría la carrera universitaria, todos sus sueños se esfumaron la mañana en que le diagnosticaron leucemia.
Aquello que pensó eran problemas se convirtieron en pequeñeces cuando se enteró que tendría que luchar por su vida.
Ahora, que sabía que la batalla estaba perdida, que estaba en jaque, odió al cáncer, y odiaba no poder ver aquello que le envenenó la sangre, no podía mirarlo, solamente lo padecía, esperaba el maldito mate.
Recordó el beso en la frente que le dio a su papá y supo que podría no volver a verlo ni besarlo.
Había ido a varias bodas y despierta imaginaba el día que ella fuera la novia, cuando su padre la entregaría en el altar al que sería su esposo.
Ahora el panorama era muy diferente, se imaginó a sus papás caminando lentamente hacia la cruz al lado de ella, de su cadáver dentro de un ataúd.
Sentenciada a muerte, sin fe en un milagro, con varios kilos de menos, piel amarilla y demacrada, pidió que no la visitaran sus amigas y amigos, quería que cuando la recordaran fuera con su rostro antes de enfrentar al cáncer.
Ordenó a sus papás que nadie abriera su ataúd, que no vieran los daños que la batalla dejó en su rostro.
En el hospital supieron que era su cumpleaños, médicos y enfermeras la felicitaron. Le cantaron las Mañanitas. Llenaron su habitación de globos. Hoy estás aquí, mañana no se sabe.
En los últimos meses hubo una palabra constante en todas las charlas: “Hoy”.
De pronto le surgió una pregunta: ¿quién se iba a acordar de ella cuando sus papás murieran?
Había escuchado varias historias de pacientes que vencieron al cáncer, la suya no sería una de esas. Preguntó si podría donar algún órgano después de muerta y la respuesta no le agradó.
“¿Para qué sigo aquí?”, se preguntó.
Un sacerdote quiso hablar con ella, pero se negó a recibirlo. No estaba de humor para escuchar promesas de vida eterna, no en ese momento cuando recordaba a la mujer que le recomendó aceptar humildemente la voluntad de Dios.
Había leído y escuchado de milagros y ahora solamente le ofrecían que confesara sus pecados. ¡Bonita voluntad divina esa de torturar y asesinar a los jóvenes con el maldito cáncer!
Días después de cumplir los 21 años llegó el esperado jaque mate del cáncer, mientras sus padres vigilaban su cama, ella cerró los ojos y ya no los abrió.