No rebasa los cinco años de edad. Llegó al Hogar de la Niña cuando apenas tenía dos de vida. Le gusta bailar y hasta hace unas semanas era la más pequeña. Más de la mitad de su vida ha estado ahí.
En el camino de una sala a otra en el Museo Descubre, va de la mano de una religiosa de lento caminar. La mujer de tez blanca, cabello corto y entrecano, es la que se encarga del dormitorio de las pequeñas, se trata de la Hermana Benita.
Ella tiene a su cargo a las más diminutas del Hogar, las cuida, las lleva al comedor a la hora de sus alimentos, las baña, las peina, las cambia, las duerme y las despierta, entre otras tantas cosas que hace por ellas, como lavar sus ropas y estar atenta cuando la tropa está jugando.
En el lento trayecto, la niña le dice, con una vocecita como de agua de fuente: “mami”.
No es carne de su carne ni sangre de su sangre. Cuando la niña llegó al Hogar no sabía que la mujer a la que ahora llama “mami” sería su figura materna.
Me gusta pensar que fue el destino el que hizo que estas dos personas cruzaran sus vidas. La mujer un día recibió a su cargo una niña, la pequeña, con el tiempo y las acciones, encontró a su “mami”.
Si ustedes hubieran apreciado la expresión que vi cuando la niña le dijo “mami” a la religiosa mientras la llevaba de la mano, quizá entenderían la necesidad que tengo de narrarles esa escena.
No sé qué más escribir…
Semanas después de esa escena me enteré que un matrimonio adoptó a la que por años fue la más pequeña del Hogar de la Niña.
En cuanto recibí la noticia me sentí triste y de inmediato me llegó un sentimiento de culpa, me di cuenta que estaba siendo egoísta, que debía sentirme feliz porque la niña ahora tiene papá y mamá, un nuevo hogar, una nueva familia, una nueva oportunidad de vida. Me enojé conmigo por ser mala persona.
Me dijeron que en el Hogar estaban igual, con esa clase de sentimientos encontrados: de tristeza (porque ella ya no está ahí) y de felicidad (porque ahora tiene una nueva familia).
Hable muy brevemente con la religiosa que la cuidó por años, aquella a la que la niña llamaba tiernamente “mami” mientras caminaba tomada de su mano. Con sus ojos claros nublados me dijo: “Ya ni me preguntes, Mario”.
Si yo me sentí mal, no me puedo imaginar cómo se ha de sentir ella que vio partir a su hija.