París.- Cuando uno ha escrito la leyenda, todo lo que le queda es hacerla más grande, más insuperable para que permanezca muchos años en el tiempo, para que sea más complicado que nadie iguale esas gestas.
El español Rafael Nadal parece empeñado en elevar su mito hasta alturas insuperables, en conseguir cotas que la historia tardará en igualar.
Con sus doce coronas en Roland Garros, el tenista que ya estaba entronizado como el rey de la tierra batida eleva su leyenda un escalón más, más arriba que nunca nadie lo había hecho en un torneo grande.
Nadal supera a la australiana Margaret Court, que había ganado once veces el Abierto de Australia y se coloca a dos Grand Slam del suizo Roger Federer, el tenista más laureado de todos los tiempos.
"No me obsesiono con superarle. Me conformo con disfrutar de lo que he ganado. De lo contrario, sería infeliz", asegura el mallorquín, que nunca ha estado más cerca del helvético.
Recién cumplidos los 33 años nadie se atreve a augurar si el mito acabará, porque la leyenda de Nadal parece no tener fin. A punto de cumplir 38, el suizo siente en su espalda la amenaza del español.
Una rivalidad que volvió con fuerza en 2017, tras unos años en los que ambos tenistas tuvieron su particularidad travesía del desierto a causa de las lesiones.
Ese año, aprovechando un bajón del serbio Novak Djokovic, se repartieron los cuatro grandes, Australia y Wimbledon para el suizo, Roland Garros y Nueva York para el español, éste el último título de Nadal fuera de París.
Entonces, estaba a tres del suizo, la distancia habitual. Pero ahora solo dos les separan y el reto parece más cerca que nunca.
Si algo caracteriza a Nadal es su asombrosa capacidad para sobreponerse a las adversidades, para superar los momentos difíciles que, en su caso, suelen estar asociados a lesiones.
Una capacidad de superación que llevó al estadounidense André Agassi a cambiar de opinión, y de predecir una carrera corta, a causa de su tipo de tenis, demasiado físico, llegó a considerar que será el mejor de todos los tiempos.
Ese cambio de opinión encierra la grandeza de un tenista que siempre regresa, un maniático de la perfección, una obsesión por la mejora que cobra su mayor dimensión en Roland Garros, pero que le ha llevado a ganar los otros tres grandes cuando todo el mundo pensaba que su genio no cabía fuera de la tierra batida.
Un Abierto de Australia, dos Wimbledon y tres Abiertos de Estados Unidos completan su palmarés de grandes, en el que también figuran 34 Masters 1.000 y otros trofeos, hasta completar los 82 títulos.
Pero su nombre estará para siempre ligado a una ciudad, París, a una superficie, el ocre del polvo de ladrillo, y a un torneo, Roland Garros.
Allí ha firmado sus mayores éxitos, desde su primer grande en 2005 apenas cumplidos los 18 años. Allí ha mantenido su hegemonía
sin par.
En Roland Garros plantó cara a un Federer que dominaba el circuito cuando él aterrizó y al que ha mantenido a raya, y así el suizo solo ganó en París el año que Nadal perdió contra el sueco Robin Soderling su primer partido.
En París detuvo las embestidas de un Djokovic que dominaba todo el circuito pero que, sistemáticamente, chocaba contra el rey de la tierra batida.
Y en la tierra batida francesa parece querer alargar su reinado pese al empuje cada vez mayor de un joven austríaco de 25 años, Dominic Thiem, que sueña con destronarle pero que, de momento, ha fracasado en dos finales. La leyenda continúa. Y nadie se atreve a augurar su fin.