Nazario llegó ciego a este mundo. Sus ojos, de un gris opaco como el de las nubes cargadas de lluvia, no tenían acceso a la luz. Sus padres estaban tristes, angustiados por el futuro de su hijo.
En lo alto de la Selva de los Chimalapas, en la región de la sierra en la que se unen Oaxaca y Chiapas, un niño sin vista no tiene la mejor expectativa de vida.
Un joven matrimonio de Aguascalientes que estaba de visita misionera por aquellas tierras, supo del niño ciego, del pequeño con apenas unos días de nacido y del que ya se hablaba como una pesada carga para sus padres, como un problema para la comunidad en general.
Acompañada por un sacerdote, la pareja de Aguascalientes visitó la humilde choza donde habitaba el niño ciego con sus papás, querían conocer al bebé y platicar con sus padres.
Fueron directo al grano: Pidieron adoptar al bebé. Sacarlo de la selva y llevarlo a Aguascalientes. Darle una nueva familia, darle cariño, un hogar, acceso a la educación, un cuidado especial por su ceguera, lo querían como su hijo.
El sacerdote abogó por los candidatos a padres adoptivos, explicó a los papás de Nazario que en la ciudad tendría una mejor oportunidad de vida, la selva y sus peligros serían muy duros para él, para ellos, para la familia.
Luego de unos días de pensarlo, de pasar noches sin poder dormir, de platicarlo entre ellos por horas, de pedir consejo a sus respectivas familias y amigos, los papás aceptaron entregar a Nazario en adopción.
Cuando el matrimonio de Aguascalientes bajó de la Selva de los Chimalapas venían cargando a su hijo. Al llegar a casa lo registraron como el nuevo integrante de su familia, le dieron sus apellidos y presentaron al bebé con sus abuelos, tíos y primos.
Nazario creció. No tuvo más hermanos, sus papás se dedicaron de lleno a él. Apenas comenzó a gatear, a caminar, el acomodo de los muebles de la casa no se cambió. El niño llegó a conocer de memoria cada rincón de su hogar. Desarrolló un gusto especial por la música y aprendió a tocar varios instrumentos.
Con sus morenas manos, Nazario acariciaba el rostro de sus papás, recorría con las yemas de sus dedos sus cabellos, sus frentes, las cejas, los párpados, las mejillas, las narices, las barbillas, las orejas, los labios, los pómulos.
Ese recorrido facial lo hizo con sus abuelitos maternos y paternos, con sus tías y tíos, con sus primos y primas. Tocó el rostro de toda la familia.
Luego, cuando estaba a solas, recorría con sus manos su rostro y se percataba de que no tenía los mismos rasgos que mamá y papá, tampoco de sus abuelos, ni los de sus tíos y primos.
Siendo un niño de diez años, mientras tocaba el piano en la sala de la casa, Nazario hizo una pausa y preguntó a sus padres por qué no se parecía a ninguno de ellos, ni a sus abuelos, tampoco a alguno de sus primos ni a sus tíos.
Fueron años de evasivas y preguntas no contestadas.
Cuando Nazario llegó a los 17 años de edad, sus papás le platicaron de la Selva de los Chimalapas, del viaje que hicieron de recién casados en carácter de misioneros y la historia del niño que nació ciego.
Meses después, Nazario y sus papás viajaron a lo alto de la sierra, allá donde se juntan Oaxaca y Chiapas. Llegaron a la choza de los padres biológicos del adolescente, ya estaban esperando su visita y tenían cuatro hijos.
Nazario acarició el rostro del hombre y de la mujer que lo entregaron en adopción años atrás. Mientras recorría con sus dedos las facciones de sus padres biológicos una sonrisa se iba dibujando en su rostro. Conoció las caras de sus hermanos y la sonrisa fue en aumento.
-Papá, mamá: ¡Así es como me veo!