Sé que me escuchas, sé que me ves y sé que sabes que estoy al tanto de tu presencia. Me sorprendes con los mensajes que me haces llegar. Hay cosas que ocurren acá y no te explicas, pero además no te quiero explicar. Ya tendremos tiempo para hablar de esas decisiones y acciones.
Desde que te dormiste sabes que no soy el mismo. Me hice más frío. Nada ha superado la tristeza y el dolor de saber que te me habías adelantado. A partir de esa noche algo se quebró dentro de mí y no soy el mismo. Hay un hueco que no se llena con nada. Una lágrima constante, una tristeza que se ha vuelto una sombra. Soy una cadena de suspiros.
Todos los días pienso en ti. Quizá te enojes, pero me acuerdo mucho de ti cuando estoy orinando plácidamente. Recuerdo lo complicado que era para ti usar el cómodo en la cama del hospital y lo agradecida que estabas cuando te saqué de la cama y te llevé al baño. Me dijiste que extrañabas orinar en una taza de baño. ¿Cómo algo tan rutinario se te volvió entrañable? Ese día me aguanté las ganas de llorar al verte consumida por la enfermedad. No merecías esa pena.
Agradecí poder estar ahí para ayudarte, pero me molesté con la vida por permitir que estuvieras pasando por esa prueba. Estoy convencido que no merecías esas últimas semanas de cama en el hospital, albergando esperanzas de regresar a casa. Me da mucho coraje que hayas pasado por eso. Tengo aceptación, pero no resignación.
A veces olvido el sonido de tu voz y es por eso que reproduzco videos que guardo en discos duros para recordar tu tono. Me percato que tu voz se fue apagando poco a poco. Como la llama de una vela que se va haciendo pequeña conforme se consume la cera y el fuego baila desesperado en el pábilo intentando sobrevivir, arrancado el último oxígeno antes de apagarse y despedirse con un suave hilo de humo que se pierde con el viento.
Los últimos meses he presentado síntomas parecidos a los que sufriste años antes de quedarte dormida. Puede ser que me hayas heredado esa debilidad y me vaya consumiendo de la misma forma. No sé quien me vaya a cuidar en caso de caer en cama. Recuerdo lo difícil que fue para ti esas últimas semanas. No quiero ser una carga para nadie. No creo poder soportar lo que tú soportaste.
La otra noche sentí una presencia a mi lado. Supe que no eras tú porque me incomodó, me cansó y mi perra Hanna no dejaba de ladrar. Me relajé y en voz alta dirigí tres frases hacia donde ladraba mi mascota: “Deseo que encuentres la paz que buscas. Que tu alma descanse y deja descansar la mía. No tengo nada para ti”.
Han pasado muchas cosas en los últimos nueve años. Ha crecido la familia. Ya tienes más nietos y algunos bisnietos. Si llego a fallecer de tu edad, me quedan tres lustros en este mundo. O sea que, haciendo cuentas, estaría más para allá que para acá, pero por el momento sigo aquí. Allá espérame. Seamos pacientes.
Gente llega y gente se va. Ahora valoro las frases que en su momento me dijiste, que me repetiste, pero en ese entonces no entendí. A veces toca aprender a la mala. No todos estarán contigo cuando estés pasando por un mal momento.
Me enseñaste que las manos que dan son las mismas que sirven para recibir. Con las manos puedes acariciar o golpear, empujar o detener, levantar o tumbar, la decisión de qué hacer es personal, pero no debes dudar a la hora de usarlas para una u otra cosa.
Tengo años sin ir a tu tumba. Sé que no te molesta esa ausencia en el panteón. Tú no estás ahí, esa osamenta acartonada, seca, sin sangre y sin piel, no eres tú. Esa es materia que la tierra reclama. Tu energía está en tus hijos, es por eso que busco cualquier pretexto para reunirnos en familia, para que allá dónde andas, sepas que te amamos y seguimos honrándote.
En esta vida, en la otra y en las que haya, siempre te amaremos, mi Gorda Madre.