Los primeros recuerdos que tengo de mi papá son cuando voy caminando con mucho cuidado sobre un riel de la vía del ferrocarril. Él sostenía mi mano con la suya para que yo pudiera hacer equilibrio y no caer del delgado tramo de acero.
Luego lo recuerdo enseñándome a abrochar las cintas de los zapatos. A ponerle sal a la tortilla y hacerla taco al primer intento.
Me acuerdo de su paciencia cuando me explicó con qué parte del pie pegarle al balón de futbol.
Tengo imágenes de él en la lucha libre silbándole a los rudos, riendo a carcajadas en el circo, echando porras con matracas en los juegos de los Rieleros, entrando a la cancha como árbitro en los partidos del Tapatío, filial del Club Guadalajara, que jugó allá por la década de los ochenta en Aguascalientes.
Me enseñó a andar en bicicleta. Me advirtió que si perdía el equilibrio e iba a caer, soltara la bici y me lanzara hacia un costado, pero siempre metiendo las manos.
Aprendí a subir y a bajar de los vagones del tren en movimiento, me enseñó la forma adecuada de hacerlo. Como gente del ferrocarril llegó el momento en que pensó que podría heredar su oficio de maquinista.
Solamente terminó la primaria. De niño vivió de “arrimado” con varias tías, eran muchos de familia y él una boca más que alimentar. A veces lo veo y parece que miro a un perrito callejero, un vago de primera, un sobreviviente. Se hizo fama de ser muy bueno en las peleas.
Cuando llegué a la adolescencia él comenzó a viajar con más frecuencia fuera del Estado. Había ocasiones que no lo veía por semanas. Cumpleaños, navidades, años nuevos, fiestas, reuniones familiares, él no estaba. Sonaba el silbato del tren entrando a la ciudad y sospechaba que era él quien hacía sonar ese ruido.
Cuando veía los juegos de futbol por televisión recordaba que él me llevó a un estadio de futbol, al de León, y ése ha sido el pasto más verde que he visto en mi vida. Años después la vida me dio la oportunidad de regresarle el viaje a León y vimos a las Chivas coronarse como campeones de Copa. Fue una buena noche.
Yo no sabía que estaba cabezón, pero él se encargó de hacérmelo saber. Me decía que mi cabeza era muy grande, que usara para algo de provecho semejante maceta.
Me llevaba libros y revistas para que leyera. Me impulsó a estudiar una carrera universitaria. Hicimos un pacto, él trabajaba y yo estudiaba. Nada de irme a hacer pendejo a la escuela.
A veces le llamo por teléfono para saber cómo está. Vamos a desayunar y platicamos, discutimos y al final hacemos las paces. Lo regaño y él goza con eso de los papeles invertidos.
Ni él es el papá perfecto ni yo el hijo modelo. Pero ambos nos disfrutamos. Me divierte cuando me cuenta sus aventuras, sus anécdotas y sus crónicas amorosas.
Es tan vanidoso que se tiñe las canas y le gusta usar loción y joyas. Es un caballero con las damas. Como buen viudo, anda buscando nuevo nido.
Mi papá es un sujeto sencillo, que le gusta ir por su nieto a la escuela, reunirse con sus hijos, ver el futbol y el box, contar chistes y coquetear con las mujeres.
Es un perrito vagabundo, un can sin correa desde cachorro, un viejo lobo muy querido por su manada.