Cuando le dijeron que su hermano murió, que se había suicidado en una reducida celda al norte del país, ella no lo creyó. Era apenas una niña y acompañó a su familia a reconocer y reclamar el cadáver de su desdichado fraterno hasta aquella alejada comunidad.
A lo lejos vio el cuerpo sin vida de su sangre en una plancha y no dijo nada, lloró en silencio.
Antes de regresar, ya cuando a través de un servicio funerario habían enviado el cuerpo de su hermano a su tierra para ser velado y sepultado, pidió a su familia que la llevaran a la comandancia donde había perdido la vida.
Ahí esperó por horas a que llegaran los policías que estaban en el turno aquel en el que dijeron que su hermano se había suicidado.
Sentada en una banca de cemento ubicada frente al edificio policíaco vio a los policías llegar de uno en uno. Ella no llegaba a los 15 años de edad aquella tarde noche cuando encaró a los uniformados, los acusó de haber matado a golpes a su hermano y para tapar su crimen hicieron parecer que se había suicidado, que se había ahorcado en la celda usando su camisa que amarró a un barrote y el otro extremo a su cuello.
Como era de esperarse, los policías negaron las acusaciones de la niña. Minimizaron a la casi adolescente que a gritos los acusaba de “asesinos” frente a sus demás compañeros.
Los uniformados trataron de consolarla, justificaban los señalamientos como parte del duelo por el que ella atravesaba.
No lo hubieran hecho.
Llorando, con los cachetes empapados de lágrimas y la nariz escurriendo, la niña le dijo a uno de los policías que en unas semanas a su esposa le detectarían cáncer y meses después moriría. A otro le dijo que su hijo mayor moriría en un accidente automovilístico. Al tercero le adelantó que su hija se iría de casa y nunca volvería a saber de ella. A otros tres les anticipó tragedias a mediano plazo.
Los uniformados sonrieron entre ellos. Vieron a la niña irse acompañada por su familia y siguieron con su turno.
La familia veló y sepultó a su difunto, aquel que oficialmente se había suicidado en la celda de una comandancia policíaca.
Pasó el tiempo, ese no se detiene.
Casi un año después, a la puerta de la humilde casa de la niña llegó un hombre. El señor iba solo. Buscaba a la menor que lo acusó de asesino, dijo a los padres que era uno de los policías que estaba en el turno aquel donde se había “suicidado” su hijo. Le dijeron que ella no estaba, que estaba en la secundaria, les suplicó ir a buscarla, pero lo convencieron de esperar a que regresara de clases.
Cuando ella llegó y vio al hombre sentado en la banqueta, frente a la puerta de su casa, no se extrañó. Aquel hombre había perdido varios kilos de peso, estaba demacrado y apenas podía hilar palabras, pero la niña lo reconoció de inmediato.
El hombre soltó el llanto y le pidió perdón a la niña, a bote pronto le confesó que su hermano había sido asesinado a golpes. Le narró que, semanas después de aquel encuentro que tuvo con ella en la comandancia, a su esposa le detectaron cáncer, lucharon por meses contra la enfermedad, pero la mujer murió. Ahora, cuando él veía a sus hijos huérfanos, sentía que era su culpa por haber participado en un homicidio.
Meses después, a la casa de la niña llegó una camioneta con varios hombres. Eran los policías de aquel trágico turno donde su hermano se había “suicidado” en una celda. Iban en calidad de civiles. Uno de ellos recién había sufrido la pérdida mortal de su hijo mayor en un accidente automovilístico, otro tenía días sin saber de su hija, salió de casa y la chica no regresó.
Le confesaron que habían asesinado a golpes a su hermano, que él no se suicidó. Estaban dispuestos a declararse culpables de homicidio ante las autoridades a cambio de que ella les retirara la “maldición” que les lanzó en la comandancia.
Su oferta fue rechazada por la niña.
Les detalló que no se trataba de una “maldición”, sino de que solamente les había anticipado algo de su destino. Que por cobardes y asesinos les arruinó el mañana anticipando las no gratas sorpresas que da la vida.
Les recomendó no volver a buscarla, de hacerlo, otra vez les adelantaría nuevas tragedias. Subieron a la camioneta y se fueron.
Ellos en la cárcel no le devolverían la vida a su hermano.
Ahora, esos malos policías están encerrados en sus miedos, viven presos en el terror de llegar al día de mañana y enfrentar la tragedia que les anticipó la niña llorona.