Terminó con su novia de la adolescencia para irse al seminario, le confesó que deseaba “ser curita”. Ella se sintió traicionada.
Han pasado más de 70 años desde aquel día que subió al ferrocarril en la estación de Acámbaro para viajar a Aguascalientes.
Arturo fue despedido por sus padres y amigos. A la distancia, en silencio, Raquel le dijo adiós con su mirada, esa que hasta el día de hoy él carga al lado izquierdo del pecho.
Han pasado las décadas, ella se casó, tuvo sus hijos, también nietos y después enviudó. Él se hizo “curita”, luego obispo. Ahora, con más de 90 años de vida, sigue recordando la tarde aquella en la que planeaban tocarse las manos por primera vez y un policía impidió que los adolescentes rozaran las yemas de sus dedos frente a la fuente del templo de Acámbaro.
“¡Los voy a casar!”, gritó el policía al ver a la pareja coqueteándose, los adolescentes corrieron asustados en direcciones opuestas.
Arturo se pregunta si Raquel, su primera y única novia, todavía estará viva.
Al llegar a Oaxaca, ya como obispo, aprendió a hablar náhuatl. Usa huaraches en sus largas caminatas en la Selva de los Chimalapas.
Escucha el canto del cenzontle, recita poemas indígenas, de su cuello cuelga una cruz de madera de olivo que pende de un cordón, a veces azul, otras de color blanco.
Algunos lo llaman el obispo de los pobres, el Papa Juan Pablo Segundo se refería a él como “obispo indio”.
Atrás quedaron aquellos días, cuando a los 32 años de edad soñó con formar una guerrilla encabezando a los indígenas de Hidalgo que eran tratados como esclavos por los caciques de la zona.
Fue la voz de un joven el que lo despertó. Supo que no sería a costa de fuego y muerte la forma en la que ayudaría a esos pueblos.
Estaba organizando la compra de armas para tomar por asalto algunos lugares, cuando un chamaco le preguntó entusiasmado: “¿Cuándo padre?”
Se percató que lo estaba dominando la indignación y no la razón. La voz y el rostro de ese joven indígena le gritaron que no debían ser carne de cañón, sino cerebros en corazón, es por eso que decidió sembrar la semilla social en esas comunidades y esperar con paciencia la hora de levantar la cosecha.
Ahora ríe al recordar que estando en misa pensaba en lanzar plomazos contra los caciques. Su revolución, su guerrilla, fue y es desde otra trinchera, fuera de los altares y templos, en las prisiones y en los campos.
A pesar de renunciar a su idea de las armas, no se salvó de estar bajo una lluvia de balazos. Conservó la vida al lanzar la camioneta en contra de sus agresores, los iba a matar, era ellos o él.
Al poco tiempo conoció a aquellos indígenas a los que les ofrecieron dinero por asesinarlo a balazos. El hambre llevó a esos hombres a aceptar el encargo de matarlo por órdenes de un cacique de Oaxaca.
Los perdonó y defendió. Ofrecieron ajusticiarlos y desaparecer sus cuerpos, para que sirviera de escarmiento a los demás. Exigió que sus vidas fueran respetadas, usaron las armas movidos por el hambre, además mostraron arrepentimiento.
Le gustan las tunas cardonas, de esas rojas. Las tunas “grandes”, blancas, amarillas o verdes, no son de su agrado porque son de las que “tapan”.
Su padre fue ferrocarrilero y cuando el señor “rayaba” sabía que ese día su familia cenaba enchiladas.
Tiene recuerdos imborrables de esa estación de Acámbaro, pues mientras su madre lloraba porque su hijo se iba al seminario, su papá, hombre de mano firme, lo sentenció: “¡Te portas bien cabrón!”
Arturo nació en el Barrio de Triana, a principios de noviembre, por poco y le tocaba el día de los Santos Difuntos. Le decían “Flaco”, jugaba basquetbol y el ser ambidiestro le permitía lanzar el balón a la canasta con un “gancho”. También jugó fútbol y era el portero oficial del seminario, sus compañeros le echaban porras desde atrás de la portería.
Recuerda que no fue aceptado “por feo” en los Legionarios de Cristo. Fue rechazado por ser un adolescente prieto y chaparro. Ahora agradece que gracias a su fealdad se salvó de ser parte de las historias negras que surgieron en esa congregación salpicada por la pederastia.
Sabe que no es cómodo para algunos de sus compañeros del clero, lo quisieron sacar de Oaxaca al ofrecerle ser Arzobispo de Yucatán, les anticipó que no aceptaría ese nombramiento, su lugar es en la Selva de los Chimalapas, con los indígenas, con los que recitan poemas en náhuatl, ahí quiere pasar los últimos años de su vida, en esa tierra del jaguar quiere ser sepultado.
Arturo se pregunta si en Acámbaro seguirá con vida Raquel, su primera y única novia.
Después de siete décadas de aquella despedida en silencio, cree que hay mucho que platicar entre ellos. Además, le han dicho que ella “se arregla muy bonito”.