Se miraron en silencio, ya no había nada que decir, durante años se lo dijeron todo. Silvia y Laura se resignaron, acordaron que sus pasos deberían tomar caminos diferentes para no dañar a los que amaban.
Planearon verse una última vez. Caminaron por los senderos del bosque buscando las sombras de los árboles, y cuando comenzó a oscurecer se despidieron con un largo abrazo. Se mojaron los hombros la una de la otra con sus lágrimas.
Los siguientes días no dejaban de pensarse. Se dijeron adiós en otoño y los dorados atardeceres les recordaban esa última charla en la que repasaron los momentos divertidos de su relación, de sus amistades mutuas y de sus involuntarios ridículos en público.
El frío del primer invierno, lejos de la persona amada, no se comparaba con la soledad del alma que elige el abandono. Los días les parecían más largos y las noches más oscuras y extensas.
Soportaban el dolor de la ausencia porque sabían que tarde o temprano lo suyo sería condenado por sus respectivas familias, sus papás las veían casándose con un hombre y llenándolos de nietos. Su amor clandestino comenzaba a ser evidente y eso era peligroso.
Lo suyo comenzó como las pequeñas vecinas que salen a jugar por las tardes, luego fueron compañeras del catecismo, hicieron juntas la primera comunión en el templo del pueblo con otras decenas de niños. Coincidían en algunas reuniones familiares y de amigos.
Llegaron a tener sus respectivos pretendientes, pero pasaban gran parte del tiempo juntas, en la casa de una o de otra, platicando.
Sus casas, una frente a la otra, eran solamente dos más en una calle empedrada llena de fachadas de adobe, añejas puertas de madera y ventanas con rejas repletas de macetas y techos de tejas.
Sus pretendientes se fueron al norte y no los extrañaron. No hubo dolor en ninguna de ellas al perder a esa pareja de adolescentes aventureros.
Después de sus quehaceres domésticos platicaban sobre los libros que leían y que luego intercambiaban entre ellas. Acostadas en sus camas de latón, mirando al techo, sus charlas eran muy extensas. Su mundo se quedaba dentro de sus habitaciones.
Fue una primavera, cuando fueron a pasear en caballo, que al llegar a la sombra de un viejo mezquite, mientras bebían agua y charlaban sentadas en un tronco, sus ojos se buscaron y terminaron besándose.
Ambas se asustaron. Guardaron silencio, montaron sus caballos y regresaron en silencio a sus casas. Pasaron varios días y no se buscaron.
Fue dos semanas después que se armaron de valor y se enfrentaron para platicar de ese beso, las dos tenían miedo de haberlo arruinado todo.
No supieron cómo ni cuándo, pero estaban enamoradas la una de la otra.
Durante seis años se amaron en secreto. Pero aceptaron que lo suyo no era pieza para el rompecabezas de su pueblo. Que de seguir compartiendo el camino terminarían sufriendo al intentar formar lo que a los ojos de los suyos era deforme.
El primer paso para terminar la relación fue complicado, la aceptación y resignación no se logran de un día para otro. La realidad a veces es como una cubeta de agua fría cayendo sobre el cuerpo desnudo, paraliza, entume, hace sufrir.
Cuando terminaron ya no eran lo que antes fueron. Silvia lloró primero, pero Laura lloró más. Sus lágrimas se revolvieron al besarse y decirse adiós.
Sobrevivieron a las reuniones de invierno la una sin la otra. Procuraron no acudir a los lugares que solían frecuentar para no toparse. Evitaron a los amigos en común.
Silvia se fue de la ciudad. Viajó al norte con el pretexto de irse a buscar trabajo con sus primos y hermanos.
Más que huir del amor, huyó de la posibilidad de encontrarse con Laura y pedirle que volvieran. Conocía lo débil que era y por eso viajó a otro país.
Laura se quedó con sus papás. Se enteró de que Silvia se había ido y de inmediato supo por qué. Por las noches, antes de dormir, rezaba y pedía para que le fuera bien en la vida a la mujer que amaba.
No sabía que Silvia hacia lo mismo allá donde estaba, muy al norte en un rancho de caballos.
Dos años después del adiós, Laura comenzó a salir con un amigo de la infancia y meses después se casó.
Cuando Silvia se enteró, se armó de valor y escribió una carta para desearle la felicidad que ella no le pudo dar. El escrito tardó varias semanas en llegar. No volvieron a saber nada la una de la otra.
Silvio, el hijo de Laura, conserva esa carta fechada y firmada por Silvia en 1922.