Soy un hombre de tan poca fe que con creer en mí me basta. Pero cuando recapacito y admito que no logro entenderla, ni tampoco explicarla, pero es innegable que hay una energía superior, es cuando tengo fe de sobra.
Soy de fe, pero no muy religioso.
Soy hereje.
Soy escéptico.
Soy de los que cree que la mayoría de las veces la naturaleza no se equivoca.
Soy un imán para los problemas.
Soy una especie de eterno adolescente atrapado en un cuerpo que envejece.
Soy de los que no van a misa dominical, pero por las noches se persigna antes de dormir y ora en silencio por los que ya no están y por los que siguen aquí.
Soy de los que aman los tenis, botas, jeans, sudaderas y chamarras, pero que odia los trajes, sacos y corbatas.
Soy de lo peor cuando se trata de ajustar cuentas. La paz se tiene cuando estás preparado para la guerra. Aprendí a pecar sin sentir remordimiento y eso me ha liberado del sentimiento de culpa.
Soy un hombre con suerte, hago lo que me apasiona y procuro rodearme de gente igual.
Soy mal amigo, pero excelente enemigo.
Soy adicto al café por las mañanas, al sonido de las teclas y la forma en que las letras van apareciendo en el monitor. Recuerdo mi vieja máquina de escribir que no tenía “ñ” pero me encantaba porque imprimía en letra tipo carta.
Soy el que vive preso en los pecados capitales, esos que fueron inventados por el hombre.
Soy de los que suele caer muy mal a las personas.
Soy de mala facha y peor aspecto.
Soy imprudente.
Soy cínico y sarcástico.
Soy el hijo problemático, la pareja imperfecta, el hermano sangrón, el primo que no es invitado a las fiestas, el sobrino que los tíos siguen viendo como un niño, el nieto consentido, y el tío más maldoso que pueda existir.
Soy padrino que no da domingos, pero sí regaños y consejos.
Soy tímido y nervioso.
Soy el que prefiere escribir para sacar la presión, es mi válvula de escape.
Soy lo que no era ayer y mañana seré el que no soy hoy.
Hace años desperté inquieto porque entre sueños recordé lo que pasó un Viernes Santo. Eran mis tiempos de la adolescencia y estaba coordinando una Pascua Juvenil, éramos alrededor de 500 jóvenes y nos disponíamos a salir en una procesión de silencio.
Era de noche y al frente llevábamos antorchas, a los costados luces de bengala de ferrocarrilero, una cruz de madera acostada cargada por varios chavos, y un tambor que cada seis segundos recibía un golpe anunciando nuestro paso.
Antes de salir hablé con todos, les recordé el motivo de la procesión del silencio, les dije, palabras más palabras menos, que nuestro silencio debía ser muy intenso, un silencio que hiciera ruido, que la gente que nos viera en la calle nos volteara a ver, contagiar nuestro silencio y compartir nuestro duelo de Viernes Santo.
Hice un pequeño ejercicio con ellos, les dije que si yo frotaba la yema de mi dedo pulgar con la de mi dedo índice no sería escuchado, pero si todos frotábamos dichas yemas de nuestros dedos al mismo tiempo se haría un ruido muy particular, así lo hicimos y se escuchaba una especie de murmullo que provenía de más de dos mil dedos frotándose al mismo tiempo.
La procesión del silencio era el Viernes Santo, pero el Sábado de Gloria nos desquitábamos, y los silenciosos del viernes eran los gritones del sábado.
Hay una fotografía de aquel tiempo, ahí sale mi hermano menor a un lado mío, un escuincle que no podía quedarse en casa porque mi Gorda Madre esos días se encargaba de la cocina en la Pascua Juvenil y hacía de comer para cientos de chavos que no llevaban lonche.
No podía dejar al niño de cinco años en casa, así que yo tenía que soportarlo tres días seguidos pegado a mi lado.
Mi mamá decía “¡Te quiero!” en forma silenciosa.