Mientras escribo estas líneas hay personas luchando por su vida y otras que se han quedado dormidas. No hubiera creído, a inicios de este año, si alguien me hubiera advertido la cantidad de personas que fallecerían y las que quedaríamos tocados por un virus que ha cambiados nuestras vidas.
Hemos agregado a nuestro vocabulario frecuente, palabras que antes no eran del uso diario, por ejemplo: pandemia, contingencia, comorbilidad, sanitización, cubrebocas, síntomas, oxímetro, termómetro, semáforo, curva, vacuna, distanciamiento, pésame, contagio, letalidad, sepelio, incinerar, entre otras.
Pasamos por una temporada en la que el cariño y aprecio lo demostramos absteniéndonos de abrazar y besar. En el que la distancia física es muestra de la cercanía entre los seres queridos.
Aprendimos a valorar a nuestra familia, a nuestros padres y abuelos. Lo que antes era una simple gripe, un dolor de cabeza, un malestar en el pecho o la fatiga, se convirtió en un signo de alarma.
La salida de un paciente al hospital es visto cómo una partida sin regreso, por ese temor es que evitan los hospitales, y cuando acuden a ellos, en la mayoría de las ocasiones, es demasiado tarde.
Hoy recuerdo cuando salí de casa con mi papá rumbo al Centenario Hospital Miguel Hidalgo. Ya sabíamos que iba a ser internado y necesitaría de suministro de oxígeno para tratar su neumonía y contagio de COVID-19.
De emergencia cité a mis hermanos para que estuvieran en casa al momento de salir camino al hospital, y ahí estábamos todos.
Fue una sorpresa para él vernos reunidos. Le dijimos cuanto lo queremos, le dimos ánimos y lo motivamos a regresar a casa. En el peor de los escenarios, esa noche pudo haber sido una despedida.
Recuerdo a mi papá, con ese caminar fatigado a falta de oxígeno, refugiarse en la parte oscura de la cochera, recargarse en la pared, con sus manos hacia atrás a la altura de la cintura, y llorar en silencio mientras veía a sus hijos y nietos frente a él.
No podíamos abrazarlo ni besarlo. Él tampoco quería acercarse a nosotros por temor a contagiarnos. Apenas, entre sorbos de llantos, balbuceó palabras de amor y agradecimiento.
Nosotros nos prohibimos llorar, aunque por dentro nuestras almas estaban partidas.
En la camioneta, rumbo a ser internado, él viajó recostado en el asiento del copiloto, iba cansado y seguía con ese llanto en silencio que tanto nos cala.
Para no llorar junto con él, me refugié en la clásica defensiva, y en el camino, con las manos en el volante, me intenté despedir de él a su estilo, cómo me habló de niño. Es raro, pero apenas, y de forma vaga, recuerdo algunas palabras y frases, más o menos así…
“¡Ánimo cabrón! Tienes que salir de esta. No vas a perder sin dar batalla eh. Ahí adentro tienes que tirar chingadazos contra todo lo que te aleje de aquí. ¡Aférrate cabrón! Te vamos a estar esperando. No te vayas a rendir. Si te duermes, descansa tranquilo, vamos a estar bien”.
Semanas después mi papá salió del hospital. Pasó noches sin poder dormir, recordando esa breve pero horrible estadía, los límites que se marcó desde su cama para salir, y los pacientes que vio fallecer a un lado de él.
A nadie le desea estar en esa sala donde un ancianito le suplicaba que lo despidiera de sus hijos porque lo iban a intubar.
Me ha narrado el pesado silencio de la madrugada, apenas rotó por el armonioso sonido de los aparatos médicos.
Siempre estuvo consciente de la carga de trabajo que durante meses ha tenido el personal de salud, la fatiga que han sufrido y el estrés al que han estado sometidos, por eso comprende la confusión de la que fue víctima cuando lo estaban preparando para intubar, pero alcanzó a reaccionar y los enfermeros se dieron cuenta que no era a él, sino otro paciente, a quien debían realizar ese procedimiento. Su expediente clínico está repleto de inconsistencias.
Se nos durmieron los abuelos, después arrullamos a nuestros padres, la cronología indica que el sueño nos espera a nosotros. Estamos a un tris de dormir. El tiempo se ha vuelto enemigo, avanza y no regresa.
Este ha sido un año de llanto y pocas sonrisas. Aprendimos a saludar a las personas con la mirada. Han sido días fríos, sin tiempo para despedirnos, con apenas el aliento suficiente para decir te quiero.