Escribía Sabines de esa ‘tan salvaje costumbre esta de enterrar a los muertos’, aunque yo me quiero referir a la al parecer demasiado civilizada y pudorosa costumbre de elogiar, de hacer panegíricos, de levantar monumentos de las personas que acaban de fallecer, pues lo dijo mejor que yo Chava Flores, aunque lo que quiero decir es que cuando yo muera seguramente acabaré siendo el santo que no fui en vida. Pienso en esto con el pesar profundo que me causó la muerte de una persona que fue mi amigo quien, es cierto, fue muy buena persona, pero no recuerdo que haya siquiera aspirado a la súbita santidad que le quieren colgar y que es una forma de denigrar su memoria; a mi entender, por supuesto, aunque claro que mi entender es corto. Murió joven y de manera por demás desafortunada y lo que pasó es una tragedia, lo que me trajo de regreso aquellos años en que nos frecuentábamos; él, mi amigo C., mi compadre A. y algunos más, de los cuales las circunstancias y los caminos de cada cual me separaron. Nos separaron. La última vez que le vi, hace ya algunos años fue en casa y era el mismo tipo amable y formal de siempre. Como él no bebía, en el bar de casa yo me tomé no recuerdo qué, un whisky tal vez y él alguna gaseosa sin alcohol; charlamos del asunto para el que le pedí que pasara por casa y una hora después nos despedimos, sin saber que era para siempre. Al día siguiente de su muerte recibí una foto, de alguna manera cargada de ironía: junto a un pequeño jet, en el que acabábamos de viajar a Vallarta, estábamos los amigos de entonces; yo al centro con veintitantos, el pelo corto, la cara sin arrugas, el pelo sin canas y él en el extremo derecho, siempre vestido como el tipo formal que fue, a pesar de que estábamos en la playa. Es triste que ya no esté; como ya no están el primo Pablo, asesinado hace cosa de un mes; como ya no están Moschini, de cuya muerte en Arles, nos avisó su hijo unos días antes; como no están tantos y lo demás serán tópicos y clisés de los que hay que huir como de la muerte misma. Una noche antes, sin saber exactamente si esta vez la perseverancia me guiará a buen puerto (sin saber qué ese eso de la perseverancia y sin haber visitado jamás ningún puerto de esa naturaleza), me decidí finalmente a tomarme en serio esto de la novela que llevo urdiendo algunos meses; el viernes por la noche volví a seguir hilando frases, lo mismo que el sábado, y el domingo y anoche, a razón de 3 cuartillas y algún párrafo más en dos o tres horas. Corrijo poco y no tengo las obsesiones de Wilde, que decía haberse pasado todo un día corrigiendo un poema, al que le puso en la mañana una coma, que luego eliminó por la tarde; soy más bien de la estirpe de Simenon, al que no recuerdo bien qué otro consagrado detestaba porque no corregía, de tal manera que no me queda sino ser cuidadoso. Escribir una frase, volverla a escribir, borrarla de nuevo, reescribirla otra vez y así hasta que puedo comenzar la siguiente. Por lo pronto me mueve que de alguna manera extraña tengo el punto de vista y el tono, alguna imagen que gravita al centro de la historia y la mueve; me mueve también saber que si he de escribir esta historia he de hacerla antes de que sea tarde, pues no sé hasta qué momento estaré aquí. Y es que si no escribo yo esta historia, que es tan mía como de la Luna: una obsesión reciente, pues siempre he sido más del Sol, ¿quién la escribirá por mí? Y no es que vea ninguna ventaja en la posteridad o una tontería de esas, pero sí siento alguna necesidad de justificarme y, en lo que cabe, de escribir esta historia siquiera para ganarme unas carcajadas mientras lo hago; una certeza: cuando termine haré lo que suelo hacer hace tiempo con lo que escribo: echarla a un cajón y cerrar con llave. Anoche tuve un sueño extraño, del que he recordado los detalles, frescos cuando la luz del día me fue arrastrando a la vigilia, pero ahora envueltos de una bruma que me impide reconocer los contornos. Seguramente mis males artríticos, que se han vuelto más molestos: no insoportables: cosas de la edad, me hicieron crisis, porque algo me pasaba en los dedos, justo en la articulación que une (¿separa?), las falanges distales de las mediales: ¿Me los atrapé en una puerta? ¿Alguien me dio un martillazo? ¿Me pisó un elefante atinado? Imposible que fuera la tapa del piano, pues yo no toco piano ni en sueños. Algo, alguien, una fuerza encarnada, una voz salida de una nube, los sanaba y me decía que serían sanados porque eran lo único valioso que tengo: esas falanges me alimentan, con ellas escribo estas líneas. Con el eco de ese mensaje, que podía ser capital, un rayo temprano, el trino de un grajo, el canto imaginado de un gallo, me trajo al mundo; y aunque intenté, e intenté, e intenté: insistí, persistí y hasta resistí (para consumar una aliteración y justificar la sanación), la voz se había esfumado, aunque quedaba allí esta molestia articular, que de cualquier manera se irá cuando el Naproxeno haga lo suyo. Extraño sueño: Lo hevanti.