De madrugada, con el trozo de una cubeta de plástico, cavó una pequeña tumba y ahí depositó el cuerpo de su pequeño hijo. Colocó encima unas piedras, armó una cruz con dos tablas viejas que ató con las cintas de los zapatos del niño. Al amanecer y pasar el tren rumbo al norte, se subió a uno de los vagones y atrás quedó el cadáver apenas cubierto de tierra y piedras.
Tres semanas atrás, padre e hijo salieron de su país con rumbo a Estados Unidos de Norteamérica, el niño abandonó la primaria y el hombre los surcos del campo. La mujer que era madre y esposa falleció, no hubo dinero para medicamentos, no hubo espacio para ella en el hospital, nada los ataba a esa tierra, ni los huesos de la señora, es por eso que viajaron en busca de una mejor vida.
A bordo de una balsa llegaron a México. Viajaron de trampa en el ferrocarril, en vagones, apilados con otras personas que al igual que ellos buscaban llegar al país de los dólares.
De noche, cuando cenaban lo que habían logrado recoger de manos caritativas, hablaban de la mujer que murió, de la esposa y madre, ella les pidió que se fueran de ese pueblo, que abandonaran la tierra seca, que buscaran un mejor futuro. La pobreza los expulsó.
Después de sepultar el flaco cuerpo de la campesina envuelto en una cobija, pues no hubo para una caja de madera, padre e hijo tomaron algunas de sus cosas y se fueron de ahí, donde pasaron hambre y desvelos escuchando a la mujer en agonía, mientras ellos, pero sobre todo ella, le pedía a la muerte que llegara y se la llevara para dejar de sufrir.
Nunca entendieron porque la vida castigó a la mujer con esa enfermedad. Ella no fue mala persona. Trabajaba la tierra y cuidaba a su hijo, amaba a su esposo, soñaron juntos, iban a misa e inculcaban buenos valores a su chamaco. De repente el cáncer le llegó y en cuestión de semanas estaba muerta.
El hombre no dejaba de pensar que Dios fue muy injusto, pero no lo decía para no influir en la inocencia de su hijo. A su pequeño de siete años le decía que su mamá estaba en el cielo, cuidándolo desde las estrellas, atrás de las nubes, cerca del sol. Que se portara bien para que ella estuviera contenta.
El niño volteaba al cielo y confiaba en las palabras de su padre. Mientras que el hombre no dejaba de maldecir al Dios que dejó huérfano a su hijo, al que enfermó a su esposa de cáncer, ése que lo enviudó.
Cuando se persignaba lanzaba maldiciones entre dientes, quedito, para que no lo escuchara el pequeño, pero para que creyera que alguien los cuidaba en su viaje.
De día, mientras el tren avanzaba, el padre le contaba al hijo que llegando a la frontera norte tendrían que cruzar un desierto, o pasar por un río. Luego él encontraría trabajo en el campo y el niño iría a la escuela, aprendería inglés y entraría a la escuela.
Planeaban su futuro. El pequeño preguntó si podrían regresar al pueblo para sepultar el cuerpo de su mamá dentro de una caja de madera y poner una cruz.
La mala alimentación, la fatiga, las lluvias, esos días bajo el sol, dañaron la salud del niño. Tosía y tosía, comenzó a toser con sangre y presentó dificultades para respirar. No tenía fuerzas para subir al tren.
Estuvieron tres días descansando, esperando que se recuperara. Usaron medicamentos que les fueron regalados. Una noche se durmió y no volvió a despertar.
Cuando supo que su hijo estaba muerto, ya no maldijo entre dientes, llorando, a gritos, maldijo a Dios y su voluntad divina. En menos de un mes la vida le había quitado a su esposa y a su niño.
Pasó horas a solas con el cuerpo de su hijo. Fue una noche sin estrellas. Pensó en lanzarse a las vías del tren y ser destrozado por las ruedas de las máquinas y vagones, y así despedazado reunirse con su esposa y su niño. Nada lo ataba a esta tierra, el cuerpo le estorbaba para estar con los suyos.
Tomó un trozo de cubeta de plástico y cavó un pequeño agujero a unos metros de las vías del ferrocarril. Ahí depositó el cuerpo de su hijo. Juntó algunas piedras y cubrió el cadáver. Puso una cruz con maderas para que alguien descubriera el cadáver y lo sepultaran, no porque creyera en ese Dios al que fingía que le rezaba, ése que le quitó a sus dos seres queridos en menos de un mes.
Subió al tren y se fue. Se juró que ganaría dólares y regresaría a sepultar de forma digna a su esposa y a su hijo. Nunca más se volvió a persignar ni a rezar. Estaba muy enojado con Dios.