La guerra en Ucrania es mucho más profunda de lo que quizás alcancemos a ver desde nuestro trópico. La primera confrontación bélica en Europa desde 1945 está conformando un nuevo orden político y económico cada día, donde los actores políticos y agentes económicos están reaccionando casi en tiempo real a partir de su intuición, apoyada por conocimiento y experiencia. Sabemos cómo empezó todo —la invasión rusa de Ucrania— y cuándo —el 24 de febrero—, pero nadie sabe cómo, ni cuándo, ni qué consecuencias habrá cuando termine. En estos tiempos de definiciones, todos los líderes y Gobiernos han sido muy claros, más allá de en qué trinchera se sitúan, salvo uno de gran importancia para México, que parece desarmonizar en el concierto mundial, el presidente Andrés Manuel López Obrador.
El Presidente da la impresión de haberse quedado estático en sus ideas, fobias, filias, discurso y posiciones. Sus declaraciones son confusas y contradictorias, ubicadas en un marco conceptual que, en la realidad que se vive, no caben. La más importante, porque de esa equivocación parte una cadena de decisiones, es considerar que lo que está sucediendo en Ucrania es un conflicto. No hay tal. Rusia invadió Ucrania e inició una guerra sin que haya sido provocada. Pero al tiempo de categorizar erróneamente lo que sucede como un conflicto, López Obrador señaló correctamente que era una invasión contraria al Derecho Internacional.
Es decir, como dice una cosa, dice otra. La consecuencia de ello es su negativa a tomar represalias económicas “porque queremos mantener buenas relaciones (y) estar en condiciones de hablar con las partes en conflicto”, a partir del principio de la soberanía y la autodeterminación de los pueblos, soslayando que eso es precisamente lo que vulneró Rusia. La manera como lo procesa no tiene nada que ver con la forma como otras naciones que se sienten atrapadas política y económicamente en el conflicto, están reaccionando desde la perspectiva geopolítica. India es un ejemplo importante, que tuvo que mantenerse neutral y abstenerse de votar a favor de la condena a Rusia en la Asamblea General de las Naciones Unidas, porque depende en 49% de Moscú para su defensa militar. Sudáfrica también se abstuvo por diferentes razones: las multimillonarias inversiones sudafricanas en Rusia y las rusas en Sudáfrica.
México votó a favor de la condena —aunque no patrocinó la resolución que presentaron 94 países—, una posición que sostuvo desde la reunión de emergencia del Consejo de Seguridad que coincidió con el inicio de los ataques rusos a Ucrania el miércoles de la semana pasada. El presidente López Obrador había mantenido en ambigüedad la posición mexicana durante días, llevando incluso al canciller Marcelo Ebrard a minimizar el riesgo de una invasión. Desde los días previos a la invasión, las cuentas en las redes sociales asociadas a López Obrador y MORENA, defendieron al presidente Vladimir Putin, proporcionando un escudo al presidente de su inclinación por los rusos y su largo silencio —mantenido hasta ahora— en defensa de la autodeterminación del pueblo ucraniano.
Desde que comenzó la invasión ha criticado a Estados Unidos, pero no a Rusia, y ha acusado al Gobierno de Estados Unidos de injerencista, una categoría que no ha empleado contra el de Putin. Si bien se sumó a la condena en la resolución que promovió Estados Unidos, López Obrador afirmó que no tomaría represalias económicas. El intercambio comercial es pequeño —0.5% de las exportaciones e importaciones—, con una balanza de mil 291 millones de dólares, por lo que las sanciones habrían sido simbólicas, en términos económicos, pero políticamente importante. Optó por no hacerlo, como tampoco lo hizo Brasil, dentro de las grandes economías del mundo que se ubican en América Latina, y cuyo presidente Jair Bolsonaro visitó recientemente a Putin.
La postura de López Obrador parece inconsistente. Está distante de sus socios comerciales norteamericanos, y lejano de la mayoría de las democracias del mundo. No puede tomarse su anfibología en el contexto ideológico, bajo la obsoleta geometría de la díada izquierda-derecha, o en el anacronismo retórico, por reduccionista, de la lucha entre conservadores y liberales. Lo que habría que plantearse, para entender la posición de López Obrador, es una toma de decisión clara, no incongruente con lo que es y consecuente con lo que ha sido, en otro campo de batalla global en la viabilidad de las democracias liberales frente a los Gobiernos autócratas.
Ninguna democracia liberal votó en contra o se abstuvo de condenar a Rusia por la invasión a Ucrania. Decenas de países con sistemas democráticos, se sumaron a las sanciones económicas, incluidas naciones que rompieron su histórica neutralidad, como Suiza. No se trató de una represalia económica contra Rusia, como planteó, sino una presión para que detenga la guerra. En este sentido, la condena se queda en palabras, pero en lo importante, aumentar el aislamiento para frenar la invasión a Ucrania, se colocó del lado de Putin.
Nadie sabe cuándo ni cómo terminará la guerra en el este de Europa y cesen en forma definitiva las hostilidades. Sí sabemos que los órdenes político y económico se alteraron y habrá nuevos andamiajes, construidos con los ladrillos de los tiranos o los demócratas. Hasta ahora, las tendencias autoritarias iban ganando terreno frente a las democracias, con sus líderes carismáticos de mano dura, pero hay que esperar para ver cómo se escribe el epílogo de esta guerra de Putin, del cual dependerá muy probablemente hacia qué futuro nos adentraremos.
Hoy, las democracias liberales están convirtiendo a Putin en un paria, mientras los autócratas lo están respaldando. Veremos todos el desenlace y si Putin, que se embarcó en una guerra por el poder vertical que ejerce sin contrapesos sale victorioso, o si una derrota muestra lo peor de un líder autócrata y lo mejor de un sistema insuficiente y deficiente como es la democracia, donde el poder con balances y equilibrios es mejor para las mayorías.
López Obrador ha apostado por el despotismo. Ya veremos si le sale bien.