Todos los gobernantes del planeta elegidos democráticamente tienen sus momentos de máxima y mínima popularidad, pues si su condición de cargos elegidos por mayoría les ofrece en su momento respaldo, el ejercicio del poder o circunstancias propias y ajenas hacen que la aprobación de la ciudadanía vaya variando, comúnmente con alta popularidad al inicio de su desempeño, un deterioro más o menos lento en el transcurso de éste y la más baja al final de su período en el puesto.
Dejando de lado la circunstancia de que algunos que luego fueron dictadores llegaron al poder por la vía de los sufragios y la ya reconocida capacidad de ciertos caudillos de seducir a las masas, como pasó hace 90 años en Europa, el desear aprobación universal o respaldo unánime es más bien una pulsión de los que encabezan regímenes que no toleran, persiguen y hasta eliminan a la disidencia.
Pasó aquí, no hace mucho, donde se daba por sentado que el sufragio por un candidato de aquel PRI, que hoy vuelve luego de ponerse la piel de cordero, era casi unánime, pues nuestras elecciones de hace unos años se saldaban con abrumadoras mayorías para el hoy deslavado tricolor, mismas que servían lo mismo para sus nominados a cargos ejecutivos, como para elegir a los integrantes de los Congresos locales y el Congreso de la Unión.
Así se entendía que el presidente de turno, siempre previo a la reforma de hace cuatro décadas, era no sólo un personaje con un amplio aval popular, sino que su aprobación quedaba expresada con esas grandes mayorías en legislaturas locales y federal, donde cualquier signo de oposición o disidencia no era sino testimonial, lo que nos recordaba ejercicios seudo democráticos como los de esas dictaduras donde el candidato único recibía el 99 por ciento de los votos y las asambleas nacionales se integraban por el cien por ciento de los nominados por la formación en el poder.
No sabemos cuánto de certeza tienen los que suponen que son adorados por sus pueblos de que no son por todos amados, que sus acciones reciben censura de quienes por cualquier causa manifiestan desacuerdo y que, salvo cuando exista una amenaza física contra la disidencia, ésta representa una parte importante de determinada sociedad y en determinado momento.
Y es que nuestro presidente parece ya no convencido de que lo apoyan el 70 por ciento de los ciudadanos mexicanos, como recién aseguró en su Segundo Informe, y en contra de las encuestas previas y posteriores, sino de que en el país no hay 100 mil opositores, de tal manera que ayer aseguró que si se diera una manifestación en su contra con esa cifra de protestantes, él y encuestas que mostraran que el apoyo a su gestión es más bajo que su aprobación, de las que ya hay varias, se retiraría a su finca de Palenque, Chiapas, entendemos que tras haber dimitido.
Su popularidad es alta todavía, es cierto, pero sus acciones ya no tienen el aval de esa mayoría que le apoyó al llegar a Palacio Nacional, y sobra decir que cien mil personas que repudian su modo de conducir en el país las hay sólo en éste, uno de los Estados más pequeños y menos poblados del territorio nacional, lo que hace tentador para sus opositores convocar a una protesta que reúna nada más 3 mil opositores por Entidad, en el entendido de que en Estados como Guanajuato, Chihuahua o Jalisco estos suman decenas cuando no cientos de miles.
Lo más grave es que el mandatario parece convencido de que cuenta con el apoyo de una abrumadora mayoría y en verdad está convencido que los que se le oponen son un grupúsculo de reaccionarios, tal vez limitados a los 650 intelectuales de la carta, los dueños de un par de diarios y dos o tres dirigentes empresariales.