Tuvieron que pasar varios días para que la gente se diera cuenta de que la mujer, aquella que se adueñó del vagón de la vía sin uso, estaba muerta. Ella olía feo, a varios metros a la redonda se percibía su nada aromática presencia, así que cuando murió y su cuerpo comenzó a descomponerse, la pestilencia en el lugar parecía algo normal.
Nadie recordada desde cuándo había llegado a adueñarse de ese vagón oxidado. Tenía años dominando ese punto en el abandono, allá en el enorme patio de maniobras del ferrocarril en Aguascalientes.
Con tarimas de madera y fierros viejos, la mujer improvisó una escalera por la cual subía y bajaba de lo que fue su casa por años.
Justo antes del amanecer, bajaba del vagón y caminaba para instalarse bajo un enorme árbol, el cual estaba a unos metros de la vía por donde pasaba el tren de pasajeros que por las mañanas partía hacia San Luis Potosí.
Se colocaba, estratégicamente, justo en el paso de los hombres que a bordo de sus bicicletas entraban a trabajar al taller y la gente que se dirigía al andén del almacén de carga.
Ella cantaba, no se entendía qué era lo que cantaba, pero la mujer amanecía cantando, canciones que nada más ella conocía.
El dinero de su público nunca faltó, las monedas caían, una tras otra, al fondo de una lata vacía de chiles serranos.
No solía decir gracias, con su mano hacia la seña de la cruz hacia las personas que lanzaban los pesos.
Con los años se convirtió en algo parecido a un bulto en el paisaje de la zona ferrocarrilera. Cientos de personas la veían y escuchaban a diario, en ese ir y venir de rieleros, pasajeros y comerciantes, sabían que ese era su árbol por las mañanas y que gustaba de tomar aguamiel que el pulquero, el cual llegaba en un burro desde Calvillito, le vaciaba en un jarro de barro que ella después usaba para el champurrado que le servían con un tamal.
Había días que no iba a cantar bajo el árbol, llegaba a ocurrir hasta en dos o tres días seguidos. Luego, cuando todavía estaba oscuro, bajaba del vagón y caminaba por un costado de las vías cargando una vieja bolsa y su lata de chiles serranos.
Cuando pasó más de una semana y no salió de su vagón, aunado a que la pestilencia fue en aumento, la versión que seguramente estaba muerta se esparció entre la comunidad rielera, pero evitaban acercarse al lugar, aquel lugar apestaba como a perro muerto en muladar a pleno medio día.
Fue necesario que un valiente entrara al vagón y descubriera el cadáver en estado de descomposición de la mujer.
Su cuerpo quedó boca abajo sobre un viejo colchón. Sacaron sus restos, y a pesar de la pestilencia, los curiosos y morbosos se acercaron para ver qué ocurría. Sus restos, al no haber quien los reclamara, fueron a parar a la fosa común del panteón municipal.
Cuando una cuadrilla de rieleros recibió la orden de ir a limpiar el vagón, entre los montones de ropa sucia y pilas de periódicos viejos hallaron decenas de latas de chile serranos repletas de monedas, dinero que acumuló a lo largo de los años de cantar por las mañanas bajo el frondoso árbol.
Por pura curiosidad llevaron a pesar las monedas y fue más de media tonelada.
Días después rociaron de gasolina el vagón y lanzaron un cerillo. El carro ardió por horas. Nadie lo apagó. Sólo quedaron las ruedas y estructura metálica sobre los rieles.
Cuando fueron a retirar las cenizas, entre los durmientes hallaron más monedas.