Fue violada y a nadie le dijo. Sentía algo de culpa por haber confiado en su agresor, se suponía que era su amigo. No se atrevió a denunciar, pues se enteraría su esposo, sus dos hijos, su familia, además de esa gente que estaba esperando que ella fallara en algo. No quiso causar más daño y decidió callarse. Apostó a que el tiempo curaría la herida, pero no fue así.
Pasaron las semanas, los meses, y la mezcla de sentimientos, esa culpa profunda y ese enorme coraje, definieron a un ganador, fue por eso que decidió tomar venganza.
Si habría de sentirse culpable, sería por hacer justicia por su propia mano, pues aquello del karma se tardaba en llegar a su violador.
Este insomnio ya no era por estar recordando aquella mañana en que despertó desnuda en una cama que no conocía, ahora pasaba las noches saboreando su venganza. Cada vez pensaba en diferentes castigos, hasta que halló uno que le agradó y comenzó a diseñar la estrategia.
Los días previos a consumar su venganza platicó con sus hijos más que los años anteriores, les recordaba lo mucho que los quería y mostró mayor mano dura cuando ellos no se portaban bien, no deseaba que fueran unos malos niños, mucho menos malos hombres.
Con su esposo aceptó tener intimidad, después de semanas de rechazarlo bajo diferentes pretextos, estuvo con él, pero no lo disfrutó, se sentía sucia para su pareja.
No importaba cuánto tiempo estuviera bajo el chorro de la regadera, no dejaba de sentir su cuerpo manchado por el ataque del violador.
Su cabello comenzó a vestirse con algunas canas. Se descubrió algunas arrugas en el rostro, las ojeras se le marcaron y los malestares estomacales se multiplicaron. Su salud mermó después de aquella noche en la que la drogaron para violarla.
No quería verse al espejo, no podía mirarse, no podía sostenerse la mirada. Tiró a la basura la ropa que vistió la noche en que fue atacada. Inicialmente bajó de peso porque no comía, no tenía apetito, después aumentó porque la ansiedad la orillaba a comer y seguir comiendo. Su vida era un desorden.
Comenzó a estabilizar su alimentación cuando definió su venganza, ahora tenía un motivo, una meta, un objetivo, y comenzó a trabajar en ello. Sonreía disfrutando por adelantando, tenía ensayadas las frases que habría de decirle a su violador.
La madrugada de un sábado, frente a las puertas de un hospital, desde una camioneta lanzaron a un hombre. Lo habían rapado. Le faltaban los dedos de las manos y de los pies, esas heridas fueron cauterizadas con un fierro caliente.
Le arrancaron la lengua con un filoso cuchillo. Sus ojos estaban cerrados por el ácido que derritieron sus párpados y quemó la piel. En el pecho, a punta de navaja, marcaron una palabra sangrante: “violador”.
En los brazos, piernas, espalda y abdomen, hicieron varios surcos con una navaja, se contaban por decenas las heridas. Era un despojo cubierto de sangre el que recogieron las enfermeras y camilleros.
El violador, sin voz, sin vista, sin dedos, solamente escuchaba lo que médicos y enfermeras decían cuando lo atendían de las heridas. Supo que no moriría y comenzó a sufrir un infierno, en esa oscuridad, sin poder gritar, sin poder rascarse las heridas, era un tormento.
Horas después llegó una mujer a visitarlo. Ella se presentó ante los médicos como una amiga de ese hombre.
Estaba sedado, cubierto de gasas y vendas, fue despertado por una voz femenina, esa que le dijo al oído: “Despierta, no fue un sueño, esta pesadilla apenas comienza…”