Puedo escribir, lo he hecho, lo estoy haciendo ahora, poemas a granel, novelas cuyo destino natural es la hoguera, ensayos sesudos en apariencia, artículos, reportajes y otros géneros y subgéneros periodísticos y literarios; que lo haga bien, que funcionen, que interesen o que sean medianamente presentables es otra cosa; de que los escribo los escribo, cosa que no me pasa con los cuentos, cuya brevedad me abruma y cuyos misterios se me escapan del todo. La mera forma me aterra, como me aterran las plantas carnívoras, para usar un poco las teorías de los géneros de Thibaudet o de Propp, que pensaban que la literatura era análoga al reino vegetal y animal.
Creo que fue Blanchot, quien sugería que los libros se alejaran de los géneros… Y heme aquí, incapacitado para escribir un cuento. ¿Y por qué diablos tengo que escribir un cuento?
Una historia larga que resumiré en unas líneas cortas. Yo de la universidad, de la licenciatura mejor dicho, conservo muy pocas cosas: conocimientos, obviamente, ninguno; en cambio tengo entre mi único tesoro de esos años la amistad del ‘Sic Pack’, que es el grupo de amigas y amigos que nos pasamos la carrera juntos, nos vemos de vez en vez y tenemos reuniones virtuales desde que comenzó esto de la pandemia. Hay de todo: una mujer que es gurú digital, una cineasta, una empresaria de la floristería, un escritor laureado, un publicista exitoso… Y yo, de quien no se puede decir más lo que dijo la famosa zarza: yo soy el que soy: un adendum: y si alguna queja tienen, vayan a tramitarla a: a) El Tribunal Internacional de la Haya; b) Con mi sufrida madre.
Hacemos cosas juntos de vez en vez; hace poco un proyecto de cocina que anda por allí en el Facebook, donde yo demostré que soy capaz de hacer un mole poblano, que la gente se lo coma y que no muera nadie: un éxito para la posteridad.
Pues ahora a alguien, que no fui yo, se le ocurrió la genial idea de que cada uno escriba un cuento; que los publiquemos, que los tengamos en Facebook y que, lo mejor, los ilustremos con mis pinturas recientes. Todo hasta allí está bien: un divertimento común, la manera de seguir con nuestra charla que comenzó hace 35 años, un producto cultural de cualquier calidad y etcétera. El problema es que yo no puedo siquiera pensar en un tema digno de un cuento, que es lo que le pasa a todos los que, con pretensión de cuentistas, leyeron a Borges; a todos menos a Monterroso.
Podría escribir cualquier tontería que se me ocurra, pero aunque no lo crean, y se note poco, soy muy escrupuloso cuando me siento ante mi ordenador, o me pongo a borronear poemas con mi vieja estilográfica Faber-Castell (no confundir con López-Gatell).
Yo en septiembre del año pasado volví a Chile; fui a esquiar, a ver a alguien, a babosear de lo lindo, caminar como me gusta y a comer; en el Persa Bio Bio, a donde fui a buscar alguna antigüedad pequeña para traer a casa, me encontré uno de esos cuadritos pintados de colores que uno encuentra en las tiendas de recuerdos –me revienta la palabrea suvenir-, que se encuentran en los mercadillos chilenos, argentinos y, al menos una vez, en un tianguis argentino improvisado en la Plaza Mayor de Madrid. Allí compré uno de esos cuadros que decía: ‘Soy escritor, así que no me venga con cuentos’, aunque ya dejé claro que eso no va conmigo.
Por cierto en Santiago, la última noche antes de volver, encontré la Luz (así con mayúscula), y de ahí podría extraer un cuento, uno sobre un sujeto que descubre la Luz pero es ya demasiado tarde, cuando ya no tiene más que rincones oscuros que iluminar: demasiado dramático y, según lo veo, un callejón sin salida.
Pienso en cuentos famosos, y con eso no me refiero al de la Caperucita; A mí me gusta Borges y a Borges le gustaban: un cuento suyo que se llama El Sur (‘Nadie ignora que el Sur comienza empieza al otro lado dela calle Rivadavia’; algo de un gato enorme ‘que se dejaba acariciar como una divinidad desdeñosa’)… Lee uno esto y hay que tener morro, dicho mal y pronto, para escribir cuentos… regreso: a Borges también le gustaba un cuento de May Sinclair, que leo y releo, algo sobre el fantasma de Oscar Wilde, pero no le agarro el gusto.
Daniel Sada decía que el cuentista favorito de Rulfo era el doctor Guimarães Rosa, que tiene un cuento fenomenal, de uno de esos sujetos que me gustan tanto: gente que ya estaba loca desde antes, supongo, pero que un día decide salir del clóset de la normalidad y comportarse como un chalado; ‘La tercera orilla del río’, cuenta de un tipo que un día decide irse de su casa; pero no para comprar cigarrillos como Harry ‘Conejo’ Angstrom, el de Updike, que va al estanco y ya no vuelve: ni como mi orate favorito, el de Perec, que en ‘La vida, Instrucciones de uso’, sufre una ‘especie de neurastenia’ y en ‘El hombre que duerme’, sin siquiera tener que pretextar un colapso, decide encerrarse en una buhardilla, si mal no recuerdo en la Rue Saint-Honoré, en el distrito VIII de París; el loco de Guimarães decide dejar su casa y vivir en una canoa en medio de un río que pasa cerca de su casa. Genial, pero aterrador si uno pretende escribir un cuento.
Leo por allí que los nacidos después del 94, la generación ya no me acuerdo qué, tienen una capacidad de concentración de 8 segundos; los entiendo, ustedes habrán notado, que tengo yo tengo la memoria de un cangrejo; y no es que los cangrejos caminen para atrás, sino, que acabo de descubrir, tienen los ojos en la parte de atrás de su cabeza; su cabeza que es su cuerpo.
¿Ya entienden porque un cuento me es materia vedada?
Y es que el asunto es que hojeando libros, buscando una idea, un fulgor, una frase que me de la nota, voy del ensayo de Eco sobre Clagiostro, a la aridez de su ‘Sobre la literatura’, a la compilación de Auster de los cuentos de sus oyentes (‘Creí que mi padre era Dios’), a un cuentito afortunado de un tal Clayton Eshleman, de Ypsilanti, Michigan (que luego me entero tradujo a Vallejo al inglés), y de ahí al poeta Huncke, qué perteneció y nombró a los Beat, hasta llegar irremediablemente a su ‘Carta a papá’, que es desgarradora y que me indica que irremediablemente comencé buscando cuentos y encontré poemas, que es como ir a buscar estaño y encontrar diamantes.
Pero desafortunadamente de eso ya no puedo hablar, por pudor, porque ya me salté el episodio de Milosz y Gombrowicz que iba a escribir aquí, porque si persisto seguiré divagando, y porque ya ocupé el espacio que me dan los editores.
Shalom